Enero
Llegan nuevos vecinos al edificio. Concretamente, al piso de abajo, el del patio que observo desde mi piso. Veo sus enseres y a los mudanceros, que dejan la escalera trufada de colillas como Hansel y Gretel. No veo a los vecinos, pero he aprendido a deducir cosas a partir de lo que apilan en el patio.
Los anteriores, por ejemplo, tenían patinetes, monociclos y skateboards. Eran una pareja de modernitos de Barcelona, la ciudad donde transportarse de forma convencional está prohibido.
Marzo
Estoy empezando a hartarme de la tos de la vecina, que retumba por el patio cada mañana a las 6. No deja de fumar, ya que el olor de sus cigarrillos también sube sin faltar un día.
“Pobre”, pienso a ratos. “A ver si se muere pronto”, pienso en otras ocasiones.
Con frecuencia, el tío con el que vive y ella están en la cocina. Preparan la cena juntos, como si de una romcom se tratara. Bajo el volumen de mis auriculares, porque no soy nada chismosa, pero me gusta estar informada.
En algún momento, la cosa se tuerce y el tío empieza a imitar a un ciervo en celo. Berrea que tiemblan las ventanas. Sufro por ella, y maldigo al cromañón que la acompaña. Hay paz y al cabo de un rato, se invierten los papeles. La voz de la mujer empieza a elevarse, y suenan frases como “Eres un mierda, como tu padre”. Pienso que son una pareja tóxica y lamentable.
A la mañana siguiente, la tos cavernosa de mi vecina de nuevo me acompaña mientras me ducho.
Verano
Que los turistas se agolpen en las calles de Barcelona (y alrededores) en los meses estivales es incomprensible para los que vivimos aquí. Nosotros soñamos con mudarnos a Laponia y vivir en un iglú donde se te congelen hasta los mocos.
Con todo abierto, no puedo dejar de oír las toses de la vecina, ni puedo impedir que el olor a humo impregne mis utensilios de cocina. Si cierro las ventanas, me encontrarán muerta de un golpe de calor. Este mes ya han palmado tres viejos así en el barrio, de esos que no pueden pagar la factura de la luz.
Decido bajar a confrontar a esa persona, a la que he llegado a despreciar, tras unos mesecitos de expectoración y peleas cíclicas.
“Qué asco de vida tiene esta persona, qué pena me da”, pienso mientras bajo la escalera, dispuesta a exigirle aún no sé muy bien qué.
Llamo al timbre, envuelta en indignación y superioridad. Una voz que, a esta distancia corta, me suena extrañamente familiar, me responde un desganado “Voooooy”.
La puerta se abre y me veo. La yo de hace veinte años.