Me he planteado escribir sobre el día que más me enfadé en mi vida pero creo que cada día es un cóctel Cosmopolitan de enfados. Sin duda mi mayor enfado diario, como una rutina de gimnasio sin fallar es cuando subo al metro. El metro es una especie de caldo de cultivo para sacar lo peor de cada ser humano, como una prueba piloto en la que unos científicos se visten de calle para testar humanos. El mayor enfado de mi día a día siempre es la gente que antes de que el metro pare en la parada te pregunta: ¿vas a salir?
Una pregunta tal vez inofensiva, útil para alguien que no usa el metro a diario, pero para un usuario habitual de ese túnel de los sueños rotos: dolorosa. Parece que cuando nos subimos a ese tren nuestro baremo baja, nuestra educación desciende y nuestra ira no tiene límites. Cualquier mínimo detalle es perfecto para saltar: una música en un móvil demasiado alta, unas piernas poco cerradas en el asiento o una persona en medio de la puerta de salida. Ante esto se crea una especie de tribu urbana: la gente que te pregunta si vas a salir cuando estás justo delante de la puerta de salida. Un fuego arde en mi interior cuando me encuentro a milímetros de una de las salidas del metro y una persona te azuza el brazo y te mira desafiante mencionando las palabras mágicas: ¿vas a salir?
Cuando tú, persona que vive en una gran ciudad y a la que se le esperan unos modales correctos con sus mayores, haces la sonrisa más forzada posible y exclamas: sí, señora.
No sé que hay roto dentro de mí para que en el metro todos mis sentidos se agudicen, mis sentimientos estén a flor de piel y mi cabeza capte todos los estímulos de alrededor, es como si al descender las escaleras mecánicas entrara en lo más profundo de la psique humana.