Breve anecdotario de mi etapa como dependienta y auxiliar en un estudio de fotografía

Durante unos meses de 2019, serví a la economía del país, y a la mía propia, trabajando honradamente como dependienta y auxiliar en un estudio de fotografía. Como todo aquel que haya trabajado cara al público sabe, las situaciones, digamos, fuera de lo normal están tan a la orden del día, que lo que es normal y lo que no difuminan fronteras. La experiencia fue, en ocasiones, tan rocambolesca que dejé diferentes anécdotas por escrito en aquella época. Selecciono algunas tal y como las escribí (salvo algún retoque estilístico) para goce y disfrute de la distinguida audiencia de Rata Chillona:

La fan de Sara Montiel

La fan irredenta de Sara Montiel irrumpió por la tienda en varias ocasiones. Y digo irrumpió porque al modo en que esa mujer entraba por el local sólo se le puede calificar de irrupción. Acompañada por sus dos hijos, dos hombretones emasculados incapaces de poner un mínimo freno al desaforado carácter materno, llegó prácticamente a gritos, exigiendo un presupuesto para digitalizar unas películas VHS de la afamada actriz manchega. Mandona, malencarada, falta de educación, acostumbrada a ir por la vida como una apisonadora, entendí pronto que lo mejor era darle largas para que la atendiera mi jefe, cosa que le vino fetén a la mujer, que a sus muchas virtudes sumaba el típico clasismo de quien no trata con dependientas.

Los packs de Sara Montiel, figura, qué duda cabe, legendaria de la escena patria a pesar de su limitado talento en la interpretación, la canción o la caídita de ojos, eran canelita en rama. Ambos procedían del recordado “Cine de Barrio”, y en ambos aparecía el presentador, José Manuel Parada, acompañando a la Saritísima. En el primero, Parada iba hecho un pincelín, de impecable esmoquin, como estuviéramos en Fin de Año y el plan fuese rebozarse en ranciedumbre como una croqueta hecha de recuerdos; en el segundo, Parada ya había optado por un estilo más informal, con camisa desabotonada de rayas de colores, como quien acaba de llegar de vacaciones a Estepona con el firme propósito de quemar la ciudad y todas sus salas de baile. Dejó las cintas en la tienda, bajo nuestra custodia, advirtiéndome en múltiples ocasiones y con un tono cada vez más amenazador, de que las guardase donde nadie pudiera tocarlas. Ante esto, me faltó poco para replicarle que no le aseguraba nada, ya que con esas cintas en el mercado negro podía dar el gran golpe y retirarme a vivir una vida de lujos.  Finalmente, mirando por mi integridad física, decidí no tirar de sarcasmo y decirle que sí a todo, siempre efectiva estrategia para quitarse cáncamos de arriba. Cabe añadir que el resto de la clientela asistía estupefacta al paso del huracán, hasta el punto de que la siguiente clienta me dijo que me tomase un minuto o fuera a beber agua, porque lo que acababa de pasar “no era normal”.

En la tercera visita de la saramontielófila, mi jefe la mandó, de forma amable pero también inequívoca, a la mierda, puesto que vino en la misma actitud pero encima pretendiendo regatear el precio de un trabajo que bien podría habernos destruido el ya un poco precario aparato de VHS con el que pasamos las antiguas cintas a digital. Salió por la puerta, me cuentan, mascullando indignada, por lo que no descarto que terribles maldiciones hayan caído ya sobre el estudio y todo cuanto contiene.

Las fotos de carnet de Hans Topo

Nunca creí que Hans Topo, el entrañable personaje de Los Simpsons, tuviera un correlato real. Pero lo tiene y vive (o vivía) en Las Palmas de Gran Canaria. Un señor octogenario como poco, que caminaba lentamente y encorvado, apoyado en un bastón, medio sordo, con la cara arrugada por la edad, gafas muy gruesas y poco pelo. Le tomo las fotos de carnet después de un rato acomodándolo para que saliera bien, y cuando se las entrego me dice: “es que estas fotos las necesito para renovar la licencia de caza, sabe usted”. Lo siguiente que hice al llegar a casa fue buscar un mapa con los cotos de caza de la Isla para evitarlos en siguientes salidas familiares a la cumbre.

La gestoría

Dado que ofrecíamos servicios como pasar a limpio documentos o escanear papeles, aun cuando ello hiciera más confusa la naturaleza del negocio, en ocasiones dábamos pie a que se nos considerara un especie de gestoría en la que también se imprimían fotos, con clientes que venían a pedirnos variopintos trámites ante las Administraciones que ni mucho menos estaba en nuestra mano solucionar. En esta materia, la palma se la llevó el señor que quería que presentásemos un recurso a una sentencia judicial condenatoria. Apareció por la puerta un sábado a diez minutos del cierre, cuando yo estaba ya con un lío importante con otro cliente. Aparentaba venir de tomarse un par de cañas, o de llevar un par de días tomando cañas, es difícil decirlo. Blandía la sentencia en la mano e insistía en que tenía cinco días para recurrirla, por lo que nos exhortaba, con una vehemencia que quizás debió emplear en su defensa, a que escribiéramos y presentáramos, por correo o como fuera, el recurso al que tenía derecho. El hombre parecía absolutamente impermeable a argumentos tan razonables como “no somos un despacho de abogados”, “eso hay que presentarlo por el registro del juzgado” o “no ostentamos su representación legal porque esto es una tienda de fotos”. Sólo atinaba a argumentar el plazo de recurso, sentado cómodamente en la butaca habilitada para los clientes. Al final se avino a marcharse, no de buen humor, decidido quizás a buscar otro negocio (una ferretería, una zapatería, un dietista, sabe Dios) que satisficiera sus necesidades jurídicas.

Nudes analógicos

Sucede con cierta frecuencia que la gente encuentra en casa viejos carretes cuyo contenido ni recuerda ni intuye, y se decide a revelarlos a pesar de no saber ni en qué estado estarán ni cuánto tiempo llevarán aguardando que alguien bañe la película en químicos. Supongo que la curiosidad de saber qué secretos albergan o la esperanza de que tengan imágenes de alguien que ya se ha ido es más fuerte que el impulso pragmático de tirarlo a la basura y ahorrarse, como mínimo, 12’90€. Uno de estos carretes, que pude fechar a finales de los 90 por una imagen del antiguo estado de la playa de Las Canteras, contenía la perturbadora imagen de un señor, ya talludito, tumbado en una cama, medio calvo, con un pijama del diablo de Tasmania impropio de su edad, y la chorra erectísima asomando por encima de los calzoncillos, en un posado totalmente intencional. Uno es un profesional y digitaliza lo que le manden, faltaba más. Como aquel otro carrete, mucho más antiguo, con imágenes entrañables del paso de su dueño por el servicio militar, incluidas varias tomas de su quinta haciendo un calvo colectivo a la cámara. O como aquel otro, traído por una pareja de senderistas aficionados al nudismo (quién dice que los hobbies no se pueden combinar), que se fundían con la naturaleza en varias poses en pelota picada en idílicos paisajes. Ciertamente nunca imaginé que como dependienta de una tienda de fotografía fuera a ver tantos penes.

Ana Belén González
Ana Belén González
Periodista, persona a tiempo completo, jubilada atrapada en el cuerpo de un joven bombonsito.

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