Nazario era un loro magnífico. Pico largo y puntiagudo, ojos grandes, recio cuello y un multicolor manto de suaves plumas. El señor Bernabé, que estaba siempre de viaje, se lo había regalado a su mujer, doña Brígida, para que no se sintiera tan sola en su viejo piso. Y, efectivamente, la idea funcionó. Ante los atónitos ojos de Nazario, empezaron a desfilar por la casa toda clase de visitas masculinas, con la indudable intención de colmar de favores a la titular del inmueble. Al principio, los encuentros se desarrollaban con una cierta discreción. Apenas podían escucharse voces aisladas, algunos ruidos o risas apagadas desde el dormitorio. Sin embargo, y a medida que el señor Bernabé se ausentaba más y más días, las escaramuzas sexuales de doña Brígida con sus invitados se iban tornando más y más imprudentes y espectaculares, practicando ya por toda la casa y jalonando sus complicados ejercicios con toda clase de gritos, jadeos y gemidos, y algún que otro objeto volador. Incluso, un día, un almohadón tapizado con lunas y estrellas, en su descontrolada trayectoria, golpeó con fuerza la jaula de Nazario, descolgándola de su gancho y provocando su violento impacto contra el suelo. El pobre loro casi se rompe el pico en la caída. Pero no le hicieron ni caso, pues Doña Brígida estaba muy ocupada trotando al galope sobre un jovenzuelo embelesado ante aquellos enormes pechos.
Nazario estaba estupefacto. Desde luego, doña Brígida no le podía hacer “aquello” al pobre señor Bernabé. O más bien se lo debería reservar a su diligente marido para recompensarle tras sus agotadoras campañas comerciales, en vez de prodigarse tanto con los desconocidos que cada día se paseaban más por todos los rincones de la señora de la casa , y que ni siquiera reparaban en su enrejada presencia .Pero a doña Brígida le venía de perillas que su marido llegara siempre muy fatigado de sus viajes, pues así ella podía recuperarse de su cotidiano trajín para reanudar sus batallas campales con renovados bríos en cuanto de nuevo se cerrara la puerta tras las maletas de su esposo. Nazario resolvió que debía hacer algo. Las cosas no podían continuar así. Y tomó la firme resolución de aprenderse todo lo se decía o se gritaba durante las intensas correrías ( nunca mejor dicho ) de doña Brígida y su cuadrilla de admiradores , para repetirlo graciosamente en presencia de don Bernabé, que así se daría cuenta de lo que estaba ocurriendo y pondría fin a aquella continua deshonra .
Dada la creciente frecuencia de las visitas y a las obscenas exhibiciones que se repetían una y otra vez a pocos palmos de su ignorada presencia, Nazario tuvo muy pronto sobrados argumentos para poner en práctica su plan . No podía esperar más..
—¡ Córrete ya , Brígida..! Qué zorra eres …¡¡¡
—Venga ya , Albertooooo …. cabrónnn … mi semental , métemela hasta el fondo ¡¡¡
—Chúpame entero, puta , cómeme del todo…!
—Vacíame ya tu leche entre mis tetas , Jaimeeeeee ..¡¡
—¡Ábrete , guarra! ¡. Te voy a clavar mi polla…!
A don Bernabé le hicieron mucha gracia las bromas subidas de tono que su mujer y su loro le habían preparado. ¡Pobre Brígida! Tal vez así se distraía un poco , adiestrando a Nazario mientras él estaba fuera, para así divertirle cuando volviera a casa. Desde luego, aquel loro parecía la mar de listo.
Nazario nunca volvió a ver al señor Bernabé. Ni a nadie más. Inmediatamente después de que su marido partiera de nuevo de viaje, doña Brígida se acercó a su jaula con un almohadón lleno de estrellas en sus manos . Nazario lo reconoció de inmediato . Pero esta vez iba a ser peor. Mucho peor.