No hay Nochebuena que no recuerde sin la ilusión de sentarme junto a mi tío abuelo Marcos. Él siempre ha sido el hermano “guay” de la familia de mi abuela, y por guay, no me refiero a gracioso, o jóven sin ser jóven, me refiero a que era el puto amo. Entre sus innumerables trabajos estuvo el de piloto en la Guerra Civil, chofer de artistas, era amigo íntimo de Concha Velasco, de Alaska, de Toni Cantó, que tiene la llave de la ciudad de Móstoles, y ha recorrido medio mundo cantando bulerías. Lo más puto fiera de los putos fieras.
La movida es que al pobre, que ya tiene 88 años, le ha cogido el alzheimer, y estamos todos jodidos con el tema. La enfermedad le ha pillao de golpe y le ha dado un flush en la cabeza que le ha quitado todos los recuerdos buenos, y contra todo pronóstico, sólo le ha dejado los recuerdos de cuando alguien ha ido a hacerle una chapuza a su casa.
Literalmente, mi tío, que ha derribado aviones franquistas en la guerra civil, que ayudó a despegar la carrera de Los Planetas, y que ha escrito varios prólogos para Paco Umbral, ahora mismo, solo se acuerda de aquellas veces que le han cambiado una bombilla o que le han arreglado los azulejos del baño. Repite constantemente la vez que fue el Julito a pintarle la pared. No se acuerda de cuando le dio la mano a Obama, pero sí del Julito en el 87.
Un caos. Sobre todo porque el pobre no ha perdido la alegría de vivir, ni la dicharachera. Él quiere integrarse, estar en la conversación, tiene ese impulso vital de hablar y hacerse oír. Así que se pasa toda la cena hablando y contando movidas, pero claro, si antes historias increíbles, ahora son pequeñas anécdotas de cuando una vez que se le atoró el desagüe general, y por el agujero de la ducha, le salía lo que lavaba en la cocina. “No os imagináis cuando fregué una mayonesa” dice, y esta es la mejor de todas las historias.
Al final, el cabrón ha vivido muchísimo, pero llevar el tipo de vida que te hace ser confesor del Julio Iglesias no tiene porque conllevar necesariamente una vida llena de obras y de reparaciones. Nos ha contado cinco veces cuando se le fue la luz, que se fue en toda la manzana, y entonces tuvo que llamar al ayuntamiento, y bueno, tal como se fue, vino. Espectacular.
Yo pensaba que el Alzheimer te hacía despistarte, que poco a poco ibas perdiendo la noción de dónde estabas, quién eras, pero que los recuerdos buenos, los importantes, prevalecían. Lo que nunca imaginé es que mi tío llamaría a mi padre Carglás, porque es donde iba a reparar las lunas de su coche. Que mi padre se llama Ignacio y trabaja en un banco, nada tiene que ver con Carglás, ¡ni siquiera tiene coche!.
Algo le ha hecho click a mi tío en la cabeza que ahora solo se refiere a él de esta forma: “Carglás, hombre, cuanto tiempo”, “¿te sigues dedicando a los coches?” “Eres un grande Carglás”.
Ay mi pobre padre, que siempre ha admirado a mi tío, que montó un negocio con él hace unos años y cuya venta fue la que financió la casa donde ahora vivimos, está completamente destrozado con el suceso. Le pregunta: “pero Marcos, ¿no te acuerdas de cuando vinimos a poner el primer ladrillo?” mi tío se rasca la cabeza como queriendo complacer y le contesta: “No sé de qué me hablas Carglás. Ahora, si me acuerdo de cuando vino Christopher, el peruano. Como encofraba el cabrón, eh”
Esa es otra, no se acuerda de quiénes somos ninguno de nosotros, de su familia, de la gente que ha estado con él año a año. De las últimas navidades a estas, todas sus caras conocidas han sido sepultadas por recuerdos de manitas, chapuceros, fontaneros, y electricistas. No recuerda que ayer fue mi 30 cumpleaños, pero se acuerda de Julián, un perito que fue a valorar si una gotera la cubría el seguro o no. Es más, se acuerda cada detalle de ese suceso, de la edad de Julián, de que tenía una mujer y tres hijos, del color de su chaqueta, se acuerda hasta de que la tarjeta que le dio con su número era satinada, y que el número acaba en cuatro. Mi tío abuelo, que no recuerda nada de cuando le tocaron 15 millones de pesetas en la bonoloto, recuerda perfectamente que el número de teléfono de un perito que estuvo quince minutos en su apartamento terminaba en cuatro.
En fin, estamos todos muy apenados y confundidos. Estas navidades han sido muy duras para toda la familia, incluso para Alaska, que ha llamado a mi tío abuelo por face time, y este le ha preguntado si alguna vez le vino a reparar la caldera, que le suena de algo, pero tampoco mucho. Ojalá las navidades que vienen sus recuerdos hayan cambiado, o ya no se acuerde de nada y al menos me deje de llamar Mini Julián, porque me parezco al perito de los cojones.