Las afueras de Madrid son un lugar curioso. No nos referimos a los límites de la ciudad, si no a los tramos en los que persiste aún la carretera. Si el lector tiene reciente este ambiente de polígonos, centros comerciales desfasados y urbanizaciones, tal vez pueda evocar la imagen de ciertos palacetes, ubicados en altos, que miran con una ceja levantada a los coches. En una de estas “mansiones humildes”, en estos precisos momentos, un hombre experimenta los últimos instantes de su vida.
Él es Álvaro de Barbalos, duque de Canes. Su nombre parece no decirnos nada, pero un vistazo rápido a la lista Forbes nos lo presenta como el doceavo hombre más rico de España. Su vida, en otro tiempo lujo y oropel, es hoy la rutina de las pastillas, los documentales de la 2 y los sueños imposibles con la enfermera (gracias a Dios, piensa don Álvaro, aún me queda la línea erótica). Los momentos de una vida pletórica soplan sobre Don Álvaro, acurrucado en su cama. Es marzo de 1990 y acaba de salir el B.O.E. En este se encuentra un Real Decreto que dice así:
La extraordinaria contribución de don Álvaro de Barbalos a la cultura española, a la que durante una larga y fructífera vida artística, ha aportado nuevos impulsos para una proyección universal, merece ser destacada de manera especial, por lo que, queriendo demostrarle Mi Real aprecio,
Vengo en otorgar a don Álvaro el título de Duque de Canes , para sí y sus sucesores, de acuerdo con la legislación nobiliaria española.
Recuerda don Álvaro la fiesta posterior: Juan Carlos, González…todos ahí esperando sus palabras, sus tan famosas palabras. 1931, Alvarito juega a las tabas, ignorante de su destino. 23 de junio de 1947; Álvaro entra como perito en la correduría de seguros “Santa Eulalia”, en Alcalá de Henares. Queda un año, tan solo 365 días, para el hecho capital que ha de cambiarle la vida. En 1948, Álvaro pide un carajillo y cuenta a Peláez, compañero de fatigas, la imagen con la que dio tras una noche de insostenible borrachera. El camarero, aburrido de otro día de trabajo, pone la oreja. Al terminar Álvaro, el camarero y Peláez le miran como si hubieran visto descender a la Santísima Virgen María. El camarero hace sonar la campana que tiene en la pared para las propinas, pide silencio y exige a Álvaro que lo repita para el resto del bar. 1980; inauguración de una escultura de Álvaro de Barbalos en su pueblo natal. El coro de la parroquia interpreta el “Gloria” de Francisco Palazón mientras dos jóvenes vestidas de falleras le entregan una corona de flores al homenajeado. La fallera rubia ha de convertirse en la sexta esposa de don Álvaro.
1950; primera aparición de Álvaro en un escenario. 1994; Máximo Urrutia, tertuliano, arguye en un espacio televisivo que “don Álvaro” sólo tiene en su haber una carta, y ya está más que gastada. “Es la hora de pasar página” dice. A la salida del plató es brutalmente apedreado. 1966; tomando un café en el centro Madrid, una joven rubia se acerca a Álvaro. Esta se presenta como Margarita Cortina, estudiante de Traducción e Interpretación, y pregunta a Álvaro si ha pensado en traducir su obra para que sea conocida más allá del español. “Pues es buena idea, guapa ¿por qué no lo hablamos en mi casa?”.
La última campanada del reloj corta el momento en el que Álvaro comienza a quitarse los tirantes. Una pena. Siempre le dio algo de rabia a don Álvaro ese reloj, que tenía como una pieza más de su atrezzo de rico. Las memorias que afloran ahora son muy débiles o confusas, el momento postrero está llegando. Con sus últimas fuerzas, don Álvaro agita la campanilla: “¡Julia, Julia!”. La enfermera entra, “Don Álvaro”, dice “creía que me dijo usted que quería pasar este trance solo”. “En principio, sí quería”, responde el moribundo, “pero antes de irme, quiero contarlo por última vez”. La enfermera asiente. Tras años y años de labrar su opus magnum, la entonación, los énfasis, los tiempos…todo es perfecto. No es la primera vez que la enfermera lo escucha, pero esta vez una cierto aura reviste toda la habitación. Utilizando su último aliento, don Álvaro de Barbalos, duque de Canes, remata su vida:
Y el guardia dice: “no, pero me gustaría verlas”.
Descanse en paz.