No reconocí al camarero porque la memoria es contextual y no porque sea mala persona

Me cuesta reconocer a la gente cuando está fuera de su entorno. Lo que quiero decir es que no reconocí al camarero, pero no porque nunca me fije en los camareros, ni porque no les preste atención, ni porque les considere parte del mobiliario, sino, simplemente, porque la memoria, o al menos mi memoria, funciona en gran parte de forma contextual. 

No me pasa solo con los camareros: hace un par de meses me crucé con una compañera de trabajo justo en esa misma calle y me ocurrió lo mismo. O casi lo mismo, porque es verdad que ella me saludó y me paró y me empezó a hablar, y yo sabía que la conocía de algo, aunque no lograba identificar de qué ni de dónde y no caí hasta después de cruzar un par de frases: era Laura o Carmen, no recuerdo bien el nombre porque tampoco soy muy bueno para los nombres, pero, en fin, era esta chica —bueno, chica…, más bien señora— de marketing. 

A lo mejor piensas que esto tampoco es excusa, al contrario, porque lo cierto es que reconocí a Laura o María o cómo se llame, aunque me costara, pero no al camarero, cuyo nombre ni siquiera he sabido en ningún momento. Pero a ver, es lógico. Para empezar, María o Nuria, creo que es Nuria, se paró a hablar conmigo, pero el camarero solo levantó la mano para saludarme. No se detuvo ni me dijo nada. Y aunque a ese bar voy a menudo, a la oficina voy cada día. Al camarero igual me lo cruzo una vez al mes, dos como mucho, pero a Laura o, espera, creo que se llama Laia, la veo pues qué sé yo, ¿cada dos o tres días? Y no solo me la cruzo: de vez en cuando coincidimos en reuniones y, nos veamos o no, nos enviamos algunos correos de trabajo. Además, ella, Nuria o Lucía, va a trabajar con la misma ropa que lleva en la calle, porque no vamos con uniforme a la oficina, pero el camarero sí que lleva uniforme en el bar, lo que hace más difícil que lo reconozca si no está trabajando, al llevar otra ropa. Lo que quiero decir es que si tengo problemas para reconocer a Carmen, a quien veo casi cada día, ¿cómo no me voy a despistar si me cruzo por la calle con un camarero sin la camisa blanca que lleva en el bar y con sus piernas a la vista porque siempre está detrás de la barra y solo lo conocía, hasta ahora, de cintura para arriba? 

Este es otro detalle que explica que no le haya saludado a la primera: pensaba que era más alto. Me explico: en muchos bares, el suelo de detrás de la barra está algo elevado para que los camareros puedan servir con más facilidad y comodidad. Imaginé que era así en ese caso, porque creía que el camarero era más alto que yo, que quizás rebasara el metro ochenta con algunos centímetros de sobra. Pero no, la persona que me saludó por la calle era más o menos de mi altura, quizás incluso medía algo menos, y eso añadió más confusión a un momento que no era nada claro. Imagina: Navidad, el centro, la calle llena de gente y yo con el tiempo justo, porque había quedado y llegaba tarde y tenía que ir casi corriendo mientras esquivaba a la gente, y de repente me cruzo con alguien que me saluda alzando la mano, sin hablar ni nada, sin darme algo de voz que pudiera identificar y que me ayudara a reconocer esa cara situada más abajo de lo habitual en ella y rodeada de un contexto, la calle, muy diferente al de siempre, al de ese bar que está en la otra punta de la ciudad. Todo estaba en mi contra. Lo raro fue que me acordase de quién era, aunque fuese demasiado tarde.

Aun así, entiendo lo que imagino que estás pensando: está feo no reconocer al camarero de siempre de uno de mis bares habituales. No sé ni su nombre, y sé que eso también está mal porque le veo a menudo, le saludo, le pido una cerveza, tal vez dos, tres en contadas ocasiones. Y me sirve siempre de forma amable y atenta, a pesar de que, como me siento en barra y solo paso a tomarme una caña o dos, quizás tres, apenas dejo propina. A lo mejor suelto algunas monedas si pago en efectivo, pero desde la pandemia casi siempre pago con tarjeta, porque, la verdad, es más cómodo, aunque ya sé que a los bares y a los comercios los bancos les cobran comisión. 

Me desvío: sé que debería haberle reconocido y lo hice, aunque demasiado tarde. Pensé en comentárselo la siguiente vez que fuera al bar, pero no me pareció buena idea. Había visto, clarísimamente, su cara de decepción al ver que no le reconocía y que, en lugar de responder a su saludo, me limitaba a abrir un ojo más que el otro, en señal de sorpresa, lo que probaba que el problema no era que no le hubiera visto, sino que no le había reconocido, que no sabía quién era ese tipo que me estaba saludando, a pesar de que veo a ese tipo una o dos veces al mes. No volvería al bar en al menos cuatro o cinco días, quizás tres si intentara pasar adrede, por lo que dejaría al camarero incómodo durante un par de noches, puede que algo humillado por mi actitud prepotente, y pensando, como decía al principio, que yo le consideraba un mueble más del bar y que le trataba como a una de esas máquinas expendedoras de café o de refrescos o, en este caso, de cerveza. 

Quizás el camarero no le diera importancia, quizás supiera, por experiencia propia, que a los clientes nos cuesta reconocerles cuando están fuera del bar precisamente porque están fuera del bar y, como decía, la memoria es contextual. Puede que él estuviera tan tranquilo y solo pensara que soy algo desconsiderado o, ni eso, un poco despistado, algo desmemoriado o, por qué no, que padecía prosopagnosia, esa dificultad para reconocer caras que también sufre Brad Pitt, o eso dice, que igual lo único que le pasa es que necesita una excusa para que no le critiquen por ser tan maleducado como yo. 

Y a lo mejor era eso, pensé, a lo mejor yo estaba buscando excusas, igualito que Brad Pitt, y quería quedarme con la posibilidad que me interesaba, la que ya me iba bien. Pero eso solo servía para subrayar mi egoísmo. Si me presentaba en el bar tres o cuatro días más tarde y le saludaba como si nada, como si no hubiera visto su saludo, como si yo fuera otro Brad Pitt, podría ahondar en esa humillación involuntaria. La alternativa no era mejor: si iba al bar y le preguntaba si había sido él quien me había saludado, incluso aunque fuera con la intención de disculparme, podía dar la impresión de que no le había dado ninguna importancia ni a aquel episodio ni, en consecuencia, al camarero, y que no había tenido ninguna prisa en corregir mi error, sino que había esperado para comentarlo al momento que más me convenía, a esa tarde en la que quería una cerveza y en la que necesitaba que el camarero, cuyo nombre, insisto, ni siquiera conocía, estuviera a bien conmigo, incluso aunque sabía que era un profesional como la copa de un pino y que no se dedicaría, qué se yo, a escupir en mi vaso antes de servirme ni nada por el estilo. 

La única opción que tenía era salir tras él y disculparme en ese mismo momento. Sabía que era una misión difícil, dada la cantidad de gente que había por la calle, una marabunta de compradores de regalos que paseaba con niños y con parejas y con amigos, que acarreaba bolsos y bolsas y paquetes, y que abultaba más de lo habitual por culpa de abrigos y guantes y bufandas. Pero aún podía alcanzarle, así que di la vuelta y fui a paso rápido en busca de ese chaquetón marrón que llevaba, bastante feo, por cierto (¿mal gusto, mal sueldo o ambas cosas?). Miraba adelante y a los lados, pendiente también de esa coronilla ligeramente despejada, una coronilla que desconocía —en la barra me servía desde arriba y de frente—, pero que había visto no sin sorpresa cuando, finalmente, le había reconocido y me había girado, demasiado tarde, para devolverle el saludo. 

No me costó encontrarle. No quise tocarle el hombro para que se diera la vuelta, porque me parecía que eso suponía añadir otra capa de desconsideración al feo que ya le había hecho antes, así que le adelanté, me giré hacia él y le dije hola, disculpa, que antes me has saludado, pero no me he dado cuenta; estaba despistado, pensando en mis cosas y, además, la memoria es contextual y, claro, como no estamos en el bar y no llevas la camisa de siempre y, además, no eres tan alto como creía, pues he tardado en reconocerte. El camarero se me quedó mirando y me dijo ¿qué? ¿Perdón? Y le pregunté si no me había saludado y me dijo que no, que había saludado a un vecino, ¿igual ese vecino estaba justo detrás de mí y por eso me había dado la impresión de que me había saludado, cuando no lo había hecho? En ese momento pensé que ese tipo era un grandísimo profesional, que se había dado cuenta de que yo la había pifiado, pero no quería que me sintiera incómodo, y no porque fuera un buen cliente, apenas iba, como he dicho, una o dos veces al mes a tomar alguna cerveza y a no dejar propina, sino porque él era un grande, un héroe de la hostelería para el que todos los clientes son importantes porque su trabajo es que nos sintamos así, como el mejor cliente del bar, aunque, por supuesto, sea mentira, y sonreí y le dije que menos mal, que pensaba que me había comportado como un maleducado, en fin, te dejo con tu paseo y nos vemos el viernes, supongo. Y el tipo se me quedó mirando, con un ojo más abierto que el otro y me preguntó ¿el viernes? ¿Dónde? Y le dije que en el bar y me preguntó en qué bar y entonces me di cuenta de que ese tipo que creía que me había saludado, pero que no me había saludado, se parecía al camarero, pero no era el camarero. ¿Cómo iba a ser el camarero, si era un retaco y estaba medio calvo? Y esa no era su voz. Mi camarero tenía la voz algo rasgada mientras que la de ese desconocido era más bien nasal. ¿Qué bar?, repitió, y entonces me volví a disculpar. Perdone, le dije, le he confundido con otra persona. El tipo no dijo nada, nada de nada, y se fue, y cuando se fue supe que había hecho algo peor que no devolverle el saludo al camarero: confundirle con un absoluto desconocido que apenas se le parecía. El camarero nunca sabría lo que había hecho, la forma tan cruel en la que le había insultado sin proponérmelo, pero en ese momento supe que nunca más podría volver a su bar porque nunca más podría volver a mirarle a la cara y pedirle una cerveza.

Jaime Rubio
Jaime Rubiohttps://laconspiracion.es/
Jaime Rubio Hancock (Barcelona 1977, aunque aparenta 1981) trabaja en El País, donde escribe cosas y hace café. Ha publicado '¿Está bien pegar a un nazi?'. Autor del blog La decadencia del ingenio y de las novelas La decadencia del ingenio, El secreto de mi éxito y El problema de la bala. También ha colaborado con GQ.com y con Periódico Diagonal. Siempre habla de sí mismo en tercera persona para que no le confundan consigo mismo, pero me acabo liando y se delata.

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