Escribir es un acto lleno de misterio. El escritor nunca sabe cuándo va a llegar la inspiración, y puede que esta llegue en el momento más inoportuno y el lugar más insospechado dándole un buen susto.
Cuando la musa aparece, el escritor avezado sabe que no puede dejar pasar la oportunidad de aferrarse a ella como un cocodrilo de agua salada aferra la cabeza de un dugongo. El propósito es escribir unas cuantas páginas que den sentido al hecho de haber dejado tu trabajo para cumplir tus sueños (inalcanzables e irreales).
Los escritores más experimentados conocen técnicas que atraen la inspiración como un fócido varado atrae a un inuit. A continuación, se exponen algunas de las más curiosas.
Edgar Allan Poe, para no romper su ritmo de trabajo, tenía la manía de escribir sobre paredes encaladas de mampostería de cuatro metros de ancho por dos de altura. El escritor de Boston (en contra de lo que pudiera esperarse) no aprovechaba la pared entera para escribir un relato completo, sino que escribía solo una palabra en cada una. Poe construía sus propias paredes en el jardín de su casa (en el 203 North Amity, de Baltimore), lo cual explica por qué solo escribió relatos cortos y su única novela está inacabada.
John Steinbeck utilizaba para escribir un lápiz gigante encargado especialmente y hecho con un tronco de secuoya (árbol que él admiraba por el sabor de sus hojas y la textura de su corteza). Como era imposible cogerlo con las manos, Steinbeck aprendió a manejar una grúa autopropulsada Liebherr LTM 1060/1 todoterreno con 40 metros de pluma y 16 metros de plumín con la que movía el tronco-lápiz gigante. La mina era de tamaño normal, por lo que escribía en folios din A4. El ganador del Nobel en 1962 desarrolló tal habilidad con la grúa que la utilizaba para remover el café, sacar al perro, afeitarse o rascarse la espalda.
Truman Capote tenía muchas manías, como hundirse el meñique en la mejilla izquierda, silbar, saltar nueve veces hacia atrás, girar sobre su talón derecho, escupir y luego morderse la punta de la lengua, guiñar el ojo izquierdo, decir: «Gerrymandering», darse una palmada en el mentón, menear las caderas, meterse el dedo anular de la mano derecha en la narina izquierda, todo eso, antes de poner una coma.
Como padecía de triscaidecafobia (miedo al número trece), tampoco escribía en esos días. Odiaba los viernes, que solía tomarse de descanso. Los lunes le pillaban siempre de resaca, así que no abandonaba la cama y se dedicaba a ver Starsky y Hutch mientras comía pudin italiano. Los sábados tampoco le entusiasmaban, así que Truman se levantaba tarde, por la noche iba al teatro y luego visitaba el restaurante Casa Vega (en Ventura Bulevard) donde cenaba manzanas asadas y se tomaba nueve destornilladores. Como aborrecía los miércoles, los dedicaba a visitar a familiares y amigos, con los que conversaba sobre los diferentes tipos de quesos en el mundo, tema que le entusiasmaba. Los domingos, al ser el final de semana, los pasaba leyendo, fumando y visitando la sauna Men’s Grooming Spot. Los jueves los dedicaba a cocinar pan de maíz y ardilla frita. Así, escribía solo los martes, excepto si coincidían en 13, no había ido a la sauna Men’s Grooming Spot o tenía intención de pasarse por Casa Vega.
James Joyce escribía vestido de blanco, boca abajo, colgado de los pies de una viga y utilizando sus propios excrementos (para de esta forma sentir por completo la fuerza que manaba de su interior). Joyce colgaba un cubo con las heces que había acumulado a lo largo de la semana, por si la sesión se extendía más de lo previsto. Mientras con una mano escribía (notando el calor y textura de sus propias palabras), con la otra mano espantaba las moscas que entraban en la habitación, atraídas por una peste que se esparcía por toda la casa y por todas las calles de Dublín. Eran muchos los vecinos que querían que dejara de escribir, pero como estaba revolucionando la literatura moderna, tenían que aguantarse.