No me salía trabajo en ninguna parte, así que viajé a la Florencia de 1476 para encontrarlo en una taberna. Llevo dos años allí y ya soy el gerente. ¿Mi aportación? Convertirlo en el primer local de la época con carta.
Lo primero que hago es entregar las cartas a las nuevas mesas. Tardan una hora en pedir porque los clientes suelen ser plebeyos, así que les enseño las letras, leemos juntos los platos en voz alta y luego jugamos al ahorcado. Pero la carta de vinos la recito directamente.
De vez en cuando echo un vistazo a la pareja de la mesa 8, que llevan días sin ponerse de acuerdo en compartir plato. Quieren lo mismo pero cada uno lo pronuncia distinto. Durante este tiempo ya han superado dos infidelidades y las dos con el mismo porrón.
Atención, un cliente acaba de equivocarse. Se ha confundido leyendo un ingrediente y ha soltado una proclama anti-monárquica por error. Dos soldados de guardia se lo están llevando a la guillotina. Honramos su asiento haciendo su voluntad: gratinándolo con queso brie.
Perfecto, en aquella mesa ya están listos para pedir. ¿Cómo lo sé? Fácil: han hecho un dibujo de un caballo y lo han deletreado. Tomo nota y paso el pedido a los cocineros. Me doy cuenta de que todos los pedidos son el mismo: pan.
Pero no tenemos tanto pan. Me voy al panadero y le pido que me haga. Él se niega y saca un contrato donde pone que solo él tiene puede vender pan en todo el territorio. Está firmado con una cruz: es mi firma. La reconozco porque la del panadero es una X.
Entonces salgo y comunico a las mesas que se nos ha acabado la comida y que tendrán que venir otro día. Yo les animo a presentar hojas de reclamaciones, que acaban desestimadas o bien porque solo hay garabatos o porque no están bien acentuadas.
