En una ocasión, hace ya varios años, durante un paseo por mi ciudad, me topé con una escena bastante común; dos personas mayores, de unos 70 años, ambos varones, observaban una iglesia con las manos en la baja espalda. Uno de ellos, el más avispado (se le notaba cierta luz en la mirada) fijó su atención en una pequeña tabla elevada situada frente a la iglesia, ambos se acercaron a ella y pudieron ver un texto con detalles y curiosidades de la construcción que tan obnubilados observaban, sin embargo, no fue esto lo que atrajo su atención, en su lugar repararon en un código QR, ya sabes, un módulo que, si decides escanearlo con la cámara de tu móvil, actúa a modo de trampolín hacia una aplicación o una página web, en este caso en particular supongo que te llevaría a una página del ayuntamiento.
Estos códigos son muy reconocibles por su forma laberíntica y llena de vértices, yo me agobio solo de verlos. El caso es que uno de ellos, una vez más, el viejo avispado, al analizarlo detenidamente, señalando una parte del código y con una certeza absoluta soltó lo siguiente: “Mira Tomás, por aquí es por donde hemos venido”.