He perdido 20 kilos en seis meses. ¿Cuál es la clave mágica? Una dieta de corte. O sea, dejar de cenar helado cada noche.
Parecía imposible, pero lo hice. Solo necesité un inspector en el momento adecuado y “ciao bambini” a la heladería del bloque. ¿Piensas unirte al club? Prepárate: necesitarás paciencia nivel experto. Tendrías que mudarte a mi edificio y las plazas son muy limitadas.
Desde entonces, no solo ha cambiado la cifra en la balanza. Trabajo en Passeig de Gràcia, y cada tarde, mientras camino hacia mi casa, me cruzo con un grupo de cuatro Testigos de Jehová en su puesto entre las tiendas Adidas y Camper. Antes me asaltaban con folletos, pero ahora han cambiado de táctica. Me ofrecen comida cada vez que paso. A veces caigo y acepto un trocito de bizcocho mientras escucho pasajes bíblicos. Me siento culpable. Creo que piensan que me voy a convertir. No sé cómo decirles que no puedo resistirme a una transfusión de sangre.
Tampoco tengo ropa que me quede bien. Además de haber perdido peso, el año pasado me paseaba en tallas más grandes para disimular los kilos extra. Descubrí de forma empírica que la XXL no esconde la papada. Mi familia hizo una hucha de 50 euros cada uno para que renovara el armario. Sí, un mega-detallazo, pero terminó en el bolsillo de mi casero. Estaba tan obsesionado con el helado artesano que me olvidé del alquiler durante meses. No llegué a cubrir la deuda ni con la ayuda de mi tío Salomé y los primos del Opus. Ahora, mi familia espera verme estrenando modelitos, pero lo único nuevo son mis deudas. Ya he recortado todos los gastos posibles; incluso llegué a empeñar mis tijeras de recortar gastos.
He empezado a saltarme una comida diaria para ahorrar y comprarme algo en Primark el día que visito a la familia. Dejar de comer para comprar ropa es superefectivo, no lo voy a negar. Pero a largo plazo es insostenible, pierdo una talla a la semana. Afortunadamente, la mala racha tiene los días contados. La próxima semana he quedado con mi prima y va a darme ropa, de su hijo. A cambio, solo tengo que recogerlo durante una semana de la guardería.
En terapia estamos desentrañando el porqué de mi adicción al helado y, para sorpresa de nadie, todo apunta a mi abuela.
¿Por dónde empiezo? Se llama Lila, es de Irlanda y ha estado viviendo en Mallorca desde hace 60 años. Sí, en Magaluf, para ser exactos. Esta mujer se jacta de haber inventado el balconing antes de que fuera mainstream. Está tan emocionada con el tema que lo compara con la llegada del hombre a la Luna. Para ella, el balconing es un «pequeño paso para el hombre, pero un gran favor para la humanidad», o algo así.
Mi abuela es justo lo que te imaginarías de una abuela guiri: por fuera parece Mary Poppins en su noventa cumpleaños, pero por dentro… es 100% gin de marca blanca. Lo que realmente distingue a mi abuela de sus vecinas es su amor incondicional por España. Es como si, después de enviudar, hubiera decidido casarse con el Estado Español. De hecho, ha dejado de escuchar la COPE porque, según ella, se han vuelto «unos progres de izquierdas». Sí, has oído bien, la COPE y progres en la misma frase. Todo esto comenzó hace unos años, cuando Carlos Herrera se unió a la plantilla de la emisora. Me preocupé, claro que sí, y decidí consultarlo con su neurólogo. Tras una serie de pruebas y una espera eterna, el doctor confirmó lo que más temía: no tiene demencia senil. Está en pleno uso de sus facultades.
Si mi abuela alberga algo de normalidad, lo refleja en su amor por cocinar, especialmente recetas de su tierra. Sus platos de podio, los medallistas, son el cóctel de gambas, dátiles con bacon y un pastel de Navidad que tarda tres meses en preparar. La mujer arranca en septiembre, horneando un bizcocho que logra mantener fresh hasta diciembre a base de emborracharlo con whisky, como manda la tradición irlandesa.
Cada semana repite la operación: voltea el pastel, saca una botella de JB y le echa un chorrito. Luego lo envuelve en film transparente y lo guarda en un armario oscuro hasta la próxima. Durante el proceso se baja lo que queda en la botella a escondidas. Es una maestra ocultando el tufo a alcohol, se lo concedo. Pero la delatan sus mejillas rojas… y el charquito de orina.
En cuanto a sus otros platos estrella, son aperitivos que prepara cada vez que cenamos en su casa y nadie toca en toda la noche, ni ella. Son asquerosos. Tampoco varía el plato principal: ternera para los adultos y pollo para los niños. Yo caigo en la categoría de «los niños», pero siendo vegetariano desde los 20, me quedo sin pollo, cóctel de gambas y dátiles con bacon. Así que termino engullendo lo único que queda en la nevera: helado.
¿Existen alternativas más saludables para manejar la ansiedad que atacar un pote de helado? Desde luego, sí. Pero, oye, creo que también hay que darle crédito al helado por ser un mal menor. Porque hay caminos mucho más destructivos, como abusar de drogas, sexo sin medida o compras compulsivas, que encajan mucho más con mi personalidad.
Antes de despedirme, me gustaría contarte una última anécdota. Desde 2015 he sido un fiel devoto del cannabis, todo el día, todos los días. Y para equilibrar la balanza, me tomo unas anfetas que mi psiquiatra ha sido muy amable en recetar. ¿O me equivoco y es la hierba que compensa el subidón desagradable de la existencia? Ya no tengo ni idea.
Durante este viaje he perdido amigos, trabajos, objetos de valor sentimental e incontables oportunidades. He tirado por la borda más neuronas que espermatozoides. Llevaba un buen tiempo trabajando en un texto íntimamente personal, hablando de todo este tema y estaba emocionado de poder compartirlo en algún open mic. Hasta que hace unos meses, John Mulaney, uno de los cómicos más conocidos del planeta, lanza un especial de stand-up en el que se pasa una hora hablando del mismo tema, soltando una burrada tras otra en un ejercicio de estilo impecable. Así que, después de comparar su material con el mío, lo tuve clarísimo: no, no tengo ningún problema con las drogas.