Carta abierta a mi nutricionista

Querido Juan:

Ante todo, me disculpo porque no podré acudir a la cita del próximo lunes. Lo hago además públicamente, quizá para castigarme con mayor severidad, no lo sé. Soy consciente de que me diste un mes entero de margen para seguir la dieta que me prescribiste, insistiendo en que era clave para mi mejoramiento, y de que justo el lunes íbamos a comentar los resultados obtenidos. 

Lo cierto es que las cosas se torcieron en el último momento. Empecé muy motivado, sin olvidar todo lo que hablamos: la importancia de adelgazar como mínimo diez kilos y no solo por un tema estético, sino también por mi propia salud (“Necesitamos un resultadón”, dijiste). Lo que pasa es que tengo un primo que tiene un camión, Juan. Un Iveco no sé qué. Bastante nuevo. Y el primo ese del camión se rompió una pierna la semana pasada haciendo esto que está tan de moda de escalar montañas como de plástico con unas cuerdas, ¿sabes lo que te digo? Tienen un nombre estos sitios, creo que acaba en “ódromo”, pero no son hipódromos. Hipódromo sería más bien el lugar al que debería ir junto al resto de hipopótamos con los que comparto físico, jaja. Pero no caeré ahora en la autoflagelación, también hablamos de esto y sé que no me ayuda. 

Vuelvo a lo del camión. Toño, el primo ese, con la pierna rota, recién divorciado, yo diría que deprimido también, resulta que se comprometió a llevar el camión a Zorral de los Ríos porque allí se lo iba a alquilar a no sé quién. Yo pensaba que el camión lo usaba él, pero resulta que no siempre. A veces lo alquila. Desconozco los pormenores de esas actividades profesionales, pero esto no viene al caso. Me llamó Toño y me dijo: “¿Pepe, tú podrías conducir mi camión hasta Zorral?”. Me quedé paralizado, nunca antes me había pedido nada. Ni Toño ni nadie de mi familia. Yo soy, por decirlo de alguna manera, una especie de bulto jadeante que aparece en las comidas multitudinarias y se pone a jugar con los niños y con los perros de la familia. A veces me veo a mí mismo desde fuera como un bebé gigante que come y duerme y poco más. Paradójicamente, mi complejo físico me impide expresar opiniones de peso, siempre intento pasar desapercibido al menos como persona, ya que como agregado de materia orgánica, como semoviente, no puedo dejar de imponer mi abultada presencia a los demás. En fin, ya basta de autocompasión. ¡Basta! Debo apartar mi cuerpo del centro de mis pensamientos, pero su rastro aceitoso pringa mi discurso por mucho que me esfuerce, ya lo ves. 

Pero volvamos al camión. No es de los más grandes, la cabina está integrada en el resto de la carrocería. Pero, como un coche no es y yo solo tengo el carné de coche, le pregunté a mi primo si era legal que yo lo condujera. “Creo que, si no pesa más de 3.500 kilos, lo puedes conducir, y está ahí ahí”, dijo. “Ahí ahí”, o sea, al borde de la legalidad. Muy mala pinta tenía el asunto. Le dije que me lo pensaría y, supongo que para ablandarme (como si no fuera ya una masa blandita de grasa, jaja), se desahogó un poquito hablándome de lo solo que se siente y de cómo sus padres lo castigan por haber dejado que Meri se fuera con otro hombre. “Por permitir que se te escapara”, le dicen, como si hablaran de un perro. Pero bueno, ahí no me meto (tampoco cabría, jaja). Colgué sin darle una respuesta y lo hablé con Nati aquella tarde. Contra todo pronóstico, Nati le vio al tema “el ángulo positivo”, como sueles decir tú. Ella no conduce, pero le encantan los planes de carretera, y me dijo que quizá podíamos recoger el camión unos días antes y aprovechar para hacer un poco de turismo antes de llegar a Zorral. Como si el camión fuese una autocaravana, dijo, durmiendo dentro con unas mantas para no pagar hotel. En alguna ocasión habíamos barajado la posibilidad de alquilar un coche, pero no estamos para gastos. De repente, Nati vio la oportunidad. “Es un winwin”, dijo. Así que se lo planteamos a Toño y él nos dijo que muy bien, pero que cuidado al aparcarlo, no se lo fuéramos a joder. Preparamos las mochilas, Nati diseñó una ruta localizando los mejores paisajes, una ermita de no sé qué pueblo perdido que dicen que es preciosa, etcétera. Yo me encargué de recoger el camión, temblando por los nervios. “Lo que cambia es la inercia, porque pesa mucho más que un coche, así que tienes que practicar un poco el tacto del freno, y también los giros, pero por lo demás es lo mismo”, me dijo Toño. “Yo de inercias sé un rato, conducir este cuerpo mío es un poco lo mismo, jaja”, bromeé dándome palmadas en la panza. Se rió y me dio las llaves del Iveco. Recorrí entonces unos metros por el parking descubierto donde lo tenía aparcado, trazando círculos, y vi que no era para tanto. En media hora, se presentó Nati y emprendimos el viaje como dos domingueros ilusionados que buscan nuevas experiencias que aviven la llama de la pasión. 

El primer tramo del viaje, casi todo autopista y carretera, fue una gozada porque Nati estaba de buen humor por primera vez en mucho tiempo y nos pusimos a cantar canciones del “boss” a grito pelado. Conduciendo el camión me sentí empoderado, como se dice ahora, porque el vehículo reproducía en la carretera mi propia envergadura, pero los coches, a diferencia de lo que hacen conmigo las personas, mostraban respeto y se apartaban, o me adelantaban siempre con muchísimo cuidado, sabiendo que, con mi camión, podía mandarlos a la cuneta de un volantazo y sin apenas notar el golpe. A la altura de Gurrianes dejamos la carretera y nos metimos en un puerto de montaña que termina bajando hacia el río. Al ser los senderos muy estrechos, empecé a sudar y a pensar que había sido un error no contemplar las características de la vía, teniendo en cuenta que íbamos montados en un vehículo bastante más ancho de lo habitual. Nati le quitó hierro al asunto, pero yo ya tenía el miedo metido en el cuerpo (para el miedo siempre dispongo de espacio, jaja). “¡Pero métele!”, me gritaba, y yo era incapaz de ir a más de diez por hora porque, de repente, toda la soberbia que había exhibido en la autopista se había esfumado. No dejaba de pensar que, si de repente venía un coche de cara en una vía estrecha, no sabría maniobrar. Nati se iba crispando, ya no más “Born to run”, solo bufidos y el roce de su cuerpo revolviéndose en el asiento de tela barata. Como un médico que ve que está perdiendo a su paciente, decidí salir de mi bloqueo y le pisé, así que de repente ya íbamos a cincuenta por hora por aquel camino, que contado parece poco, pero la sensación de velocidad en aquellas condiciones era grande, y el camión botaba y se balanceaba. Estoy convencido de que Nati se arrepintió de haberme azuzado, pero claro, se tenía que callar. Y así, asustados los dos, pero a toda leche por la senda polvorienta, llegamos a una especie de promontorio que permitía ver el río a lo lejos: una hendidura marrón como la marca de un cuchillo en la madera. Me distraje observándolo y dejé de mirar de frente y lejos, algo imprescindible para mantener el control del vehículo, de modo que bastó un socavón traicionero en medio de una curva para que nos saliéramos del trazado y nos precipitáramos a plomo por un terraplén. Lo recuerdo todo a cámara lenta: me tapé la cara con los brazos y cerré los ojos, notando cómo el cinturón se me clavaba en el pecho y en el estómago dejando la marca de un cuchillo en la mantequilla. Nati gritaba y se sacudía como un pelele, iba oyendo los golpes de sus piernas contra el salpicadero. Su cuerpo, tan delgado, era incapaz de resistirse a la gravedad para mantenerse en su sitio. El camión acabó empotrado contra un árbol, a pocos metros del río, el cristal delantero se rompió al atravesarlo una rama y le hizo a Nati un pequeño corte en la ceja. Pequeño pero matón, porque la pobre empezó a sangrar como un cerdo. Y el cerdo, o sea, yo mismo, salió casi ileso, apenas un golpe en la rodilla izquierda cuyo dolor, por efecto de la adrenalina, ni siquiera noté hasta al cabo de un buen rato. 

“¡Inútil! ¡Puto inútil de los cojones! ¡Gordo de mierda! ¡Me cago en tus putos muertos!”. Cosas así empezó a gritar Nati cuando el susto se tornó en ira. Yo me hice el bicho bola (una bola haciéndose una bola) y esperé a que pasara el temporal. Pero no amainó, al contrario. Nati se puso a sacar toda la mierda que guardaba dentro, cosas que tampoco reproduciré aquí porque esto es una carta abierta y, por mucho que me odie, yo la sigo queriendo y siento que debo respetar su intimidad. Empezó a escalar el barranco farfullando cosas feas, sin mirar atrás, y yo intenté seguirla, pero la pendiente era demasiado pronunciada para el saco de grasa que acarreo a todas partes como la piedra de Sísifo. Pensé además en mi primo Toño partiéndose la pierna mientras hacía escalada y decidí quedarme abajo, junto al camión, porque solo me faltaba hacerme daño. Di por hecho que Nati iría en busca de ayuda, pero fue anocheciendo y seguía más solo que la una, refugiado en la cabina mientras pensaba en la que se me venía encima. Primero la policía, pidiéndome el carné y preguntando si era yo el conductor de aquel camión que, de peso, estaba ahí ahí (como yo, jaja). Pensé luego en mi propio primo, que me exigiría pagar lo que costara la reparación, si es que aquello tenía arreglo, y quizá también el precio del alquiler que por mi culpa no se podría materializar. En fin, a la bola se le hizo todo una bola. Pasé por todos los estados: miedo, rabia, tristeza, miedo otra vez… y un sentimiento punzante que tardé un poco en identificar como traición, porque Nati, la que había promovido aquel plan de fin de semana, había abandonado el barco dejando que se hundiera con él el capitán desastre. 

Pasé la primera noche tumbado entre los dos asientos, con el cambio de marchas clavado en la parte de atrás de la rodilla golpeada. Por algún motivo, la presión que ejercía calmaba un poco mi dolor. Apenas cabeceé un par o tres de veces, hasta que al fin amaneció. Hice de vientre entre la vegetación, un poco alejado del camión, imaginándome a los de la grúa bajando hasta allí y pisando mi propia mierda. Me di cuenta entonces de que una grúa no sería suficiente, no tenía ni idea de cómo demonios iban a sacar aquel trasto del agujero en el que lo había metido. Tuve además la certeza de que Nati se había buscado la vida sin molestarse en avisar a nadie, y para colmo se había llevado mi móvil, pues siempre se lo meto en el bolso porque bastante tienen los bolsillos de mis pantalones soportando la presión de mis muslos. Abrí la guantera rezando para encontrar dentro un móvil viejo con cargador, pero solo había unos papeles de la mutua, un mechero y un bolígrafo de Pinturas Román con el que estoy escribiendo todo esto. Opté entonces por explorar el entorno, me sentía de repente como el gordo de “Perdidos”, y hasta metí los pies en el río y me puse a mear como si aquello fuera mi rutina diaria. Pensé que aquello no estaba tan mal. Me sentía por fin libre de miradas ajenas, cobijado por la intimidad del bosque. Hasta el agua corriente se ofrecía gentilmente a camuflar el sonido de los pedos que echaba sin complejo alguno, ahora uno, ahora otro, a tomar por saco el qué dirán. Empecé a tener hambre y me acordé de ti, de tus consejos para sobrellevar la situación. Procuré distraerme pensando en otras cosas, y me animaba constatar que aquella especie de naufragio me llevaría directo al resultadón que tú esperabas. Tonto de mí, aún confiaba en verte el lunes. Pero no va a poder ser, Juan. 

Escribo esto desde la otra orilla del río, viendo el camión de lejos, varado en el fango. Él y yo somos ahora dos ballenas desahuciadas esperando su final. La intemperie corroerá poco a poco nuestras carrocerías y nos fundiremos con la tierra, cubiertos por el húmedo manto del follaje otoñal. Qué liberación, Juan, dejar que el azar te lleve. Pondré esta nota apenas legible en la cabina del Iveco, bien visible, y después me alejaré de todo, uniéndome a las criaturas salvajes que corretean por el bosque, buscándose la vida. Siempre me sentí poco humano, Juan. Como de otra especie. Forzado a encajar porque sí en un entorno para el que yo no había sido diseñado, como un camión intentando remontar un río. Y atiende a esto, Juan: acaba de asomarse un jabalí por detrás de un pequeño arbusto. Se ha quedado quieto y me ha clavado la mirada. Te juro por dios que me ha reconocido. He percibido un leve gesto de complicidad, como si quisiera que entendiera que él y yo somos uno y el mismo. Sus ojos negros, convertidos en espejo, han reflejado mi alma con toda su grandeza. Ya sé que suena raro, pero siento que debo obedecer esa señal. Espero que puedas ocupar mi enorme hueco con otro gordo con más suerte. Agradezco tus esfuerzos y siento que el trabajo no haya servido para nada. Ojalá hubiera sabido mucho antes que la respuesta estaba en el monte.

Un abrazo,

Pepito.

Xavi Puig
Xavi Puighttp://www.elmundotoday.com
Xavi Puig es director de El Mundo Today, ha colaborado en radio, televisión y prensa y ha publicado en poesiacompleta.com. Vive en Madrid con Nikki, Buffy, Truco y Trasto.

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