Las anécdotas de mi padre son pocas pero con enjundia, como la de aquella vez que tiró la bolsa del trabajo a la basura y se llevó la de basura al trabajo. Esta, sinceramente, no sé si me la he inventado, pero las anécdotas familiares suelen confundir ciencia ficción con realidad y viceversa. O como aquella otra que estábamos en el ascensor de un hotel de Lloret de Mar junto a una pareja de 4×4 rubios, que aparentemente (al menos, así lo creyó mi padre) eran guiris, y comentó en alto: “Hay que ver que feos son estos hijos de puta”. Los 4×4 (dieciséis, para los matemáticos) se despidieron con un “Hasta luego” en un perfectísimo castellano.
Pero de todas, todas, la que se lleva la palma (la de Mallorca y demás islas, ínsulas y penínsulas) es la anécdota del bañador fluorescente.
Regresamos al Mediterráneo. Verano, un sol que te torras, un hotel con piscina. Ahí estaban, qué majas eran ellas…, ay, nuestras vacaciones de verano. Esas eran las buenas, las que esperábamos todo el año y en las que mis padres se gastaban los cuartos de parte del ejercicio contable. Un año más: mis padres, mis tíos, mis primos, mi hermano y un servidor, dispuestos a quedar como auténticos turistas impulsivos y desorientados.
Y es que, me atrevería a decir, que en mi familia inventamos la cultura de la inmediatez, porque en cuanto llegábamos a destino ya queríamos disfrutar de las bondades recreativas del periodo estival. Vamos, que nos podía el ansia. Para que os hagáis una idea, tardábamos en dejar las maletas en la habitación lo que tarda en copular un ratón o un chimpancé (hala, ahora a buscarlo en internet). Generalmente nuestro primer objetivo, era la piscina, y de ahí surge esta anécdota.
Pero antes de destapar esa lata, no quisiera pasar por alto nuestras incursiones en el buffet libre. Parecíamos una estampida de ñus, un ejército de aspiradoras, Atila a su paso por la Costa del Sol. Nos temían. La media de engorde de la familia al regreso, oscilaba entre los 8 y los 10 kg en una semana. Cuánta hambre hemos pasado de niños en esta familia, santa Madonna. Así que el ambiente nocturno en las habitaciones era lo más parecido que yo he vivido a estar en el cráter de un volcán. Irrespirable, insostenible, i… lo que sea.
Mas volvamos a lo que nos atañe, el traje de bañe (qué buena, Víctor, qué buena). Allí estamos recién llegaos, a todo alcanfor en la piscina, con mi prima vigilada por tía y tío (era la pequeña), mi primo y yo recibiendo calderaos de crema solar hasta en las córneas (mi madre era una virtuosa en la técnica), mi hermano tomando el sol con su pose de adolescente de portada de la “Super Pop” y mi padre…, todavía en vaqueros.
Porque si a nivel colectivo en la familia inventamos la cultura de lo inmediato, a nivel particular y por la orillita contraria, mi padre fue el fundador del movimiento “slow life”.
Mi padre venía de la habitación, él tarda en dejar la maleta y todo lo demás, lo que tarda en copular un ejemplar macho del antequino pardo (una nueva búsqueda). Así que mientras el resto ya se zambullía y chapoteaba, él se acercaba (tal cual había bajado del coche) a plantear cualquier problema/contratiempo de última hora. En este caso, el problema era el bañador: se le había olvidado en casa.
Mi tía salió al quite antes de que mi madre saliera al quito:
― Sube a nuestra habitación y coge un bañador de tu cuñao que he dejado encima de… (no recuerdo el lugar). Anda, toma la llave y tira, que te vas a asar de calor.
Así quedó la cosa. Mi padre se marchó a cambiarse sudando como un pollete y el resto seguimos disfrutando de la maravillosa sensación de sentirte como una Kardashian por unos días.
Y minutos después, lo que regresó a la piscina no era mi padre, era Robocop embutido en un bañador amarillo luminescente. Pero no estoy hablando del Robocop de la peli de 2014, eh, estoy hablando del Robocop de los 80 caminando con falta de aceite en los engranajes. Una silueta que se acercaba, rígida y nívea (mi padre era chapista, y los talleres suelen ser bastante lúgubres), hacia nosotros. Y en la piscina, toda una comunidad de turistas perpleja ante cada pisada de este personaje letal: mitad humano/ mitad robot, mitad fosforito/ mitad lechal.
Después de unos más que prolongados instantes, por fin, alcanzó su meta: nosotros.
Mis tíos estaban riéndose a chorro, no podían parar. Literal.
Mi padre había cogido el bañador incorrecto, se había puesto el de mi primo. Mi primo por aquel entonces tenía 9 años.
Poco más que añadir. Saquen ustedes sus propias conclusiones de esta estampa familiar para el recuerdo.
Mi padre siempre se ha defendido alegando que no encontraba el dichoso bañador y que cuando encontró ese, aunque le pareció raro, se dijo (porque es un echao palante):
―Si ahí entra mi cuñao, ahí tengo que entrar yo.
Pocas veces alguien consigue excitar mi imaginario hasta regresar imagen mental… pero he visto a ese señor padre en mi mente en bañador Slim fosforito…entre lágrimas de risa.
Maravilloso, como siempre Víctor Tardío
Buenísimo, Víctor