La llamada de teléfono nos pilla en el metro, de camino a casa después de atiborrarnos de pescaíto frito y unos cuantos finos bien fríos en el chiringuito. Mariano se sobresalta, responde cabreado y se pone blanco como las paredes del vagón. Asiente, susurra algo y cuelga.
—Era tu madre —dice—. Que por qué no hemos ido hoy a comer a su casa.
—¿Mi madre? —Me llevo la mano al pecho—. ¡Por Dios, Mariano, que mi madre lleva cinco años muerta!
—Pues la próxima vez lo coges tú. ¡Que yo no he tenido valor de recordárselo!