Hace diez años me fui a vivir a Granada por motivos de trabajo. El primer sábado, mi novia vino a verme y por la noche preparé hamburguesas con cebolla pochada. Resultó que la cebolla no había pochado bien.
Creí que era porque los ingredientes no eran los mismos que cuando vivía en Barcelona. Le dije a mi novia que la próxima vez trajera cebollas y aceite de allí. Los trajo y me pasé una semana pochando cebollas. No hubo manera.
Hasta que me di cuenta de un detalle. El vecino del cuarto tercera pochaba cebolla los martes y siempre me llegaba su delicioso olor. Ahora la mía se quedaba corta y quería descubrir lo último en cebolla pochada.
El problema estaba en el acceso. Una vecina me contó que en el cuarto tercera vivía una familia de okupas, así que no iban a dejar entrar a nadie. Tenía que ganarme su confianza.
Les pasé una nota por debajo de la puerta. Me hice pasar por un periodista que hacía un reportaje sobre los okupas para lavar la imagen del colectivo. Les dejé mi número y, dos días después, me confirmaron su participación.
El martes a las 11h, yo y un cámara que había contratado por horas entramos en el domicilio del cuarto tercera. Eran una pareja con una niña, un gato y otros dos hombres. Les propuse grabar planos del piso.
Yo le daba indicaciones al cámara, la mayoría inventadas. Le decía: “Hazme un pisado en rosca a las seis”. El cámara discutía conmigo todo el rato y así poco a poco iba ganando tiempo hasta la hora de comer.
Les comenté que podríamos grabarles cocinando para mostrar su situación de miseria. Empezaron a preparar la comida, pero no hubo rastro de cebolla. Les pregunté por el tema y se extrañaron. Dijeron que nunca compraban cebolla.
Pero yo notaba el olor. Me volví loco buscándolo hasta dar con un rincón de la vitrocerámica, donde el papel albal albergaba un charco amarillento. Puse el dedo y antes de llevármelo a la boca, la niña me sonrió. “Ahí se mea el gato”.
Me quedé paralizado, en blanco. Entonces la madre pidió al cámara revisar su entrevista y el cámara contestó que no. “Cómo que no”. Fui hacia el cámara y me dijo que no había grabado nada.
Los dos hombres se dirigieron hacia mí. “Qué está pasando”. No tuve más remedio que coger el gato y saltar por la ventana que daba al patio interior. Me fui deslizando por los tendederos hasta llegar a la ventana de mi cocina.
Pero la orina de gato no tenía ese olor de los martes. Luego los okupas me amenazaron por WhatsApp que no iban a liberar al cámara si no les entregaba su gato. Esa noche volví a pochar cebolla y la probé. Me fui a dormir sin cenar.
Al día siguiente, me planté enfrente del cuarto tercera. Entré y me retuvieron hasta comprobar que el gato estuviera bien. Yo hice lo mismo con el cámara. En principio, todo correcto, pero volví a sentir el olor y seguí su rastro.
Mi olfato me llevó a una vieja radio. Estaba sucia, pero reconocía el olor. Así que la cogí y la tiré a los okupas para despistarlos mientras arrancaba el reloj de carrillón de la pared (pues la radio solo recogía el olor del reloj) y volví a saltar por la ventana.
Esta historia todavía no había llegado a su fin porque sonaron las siete de la tarde y ahí tampoco estaba la esencia de los martes. No me podía rendir ahora que tenía descartados el gato y el reloj.
A las tres de la mañana, me acerqué sigilosamente al cuarto tercera y pegué un hachazo en la puerta. No eran horas para entrar a buscar cebolla pochada, pero el misterio pudo conmigo. Encendí las luces y vi el piso vacío.
En el salón había un sobre que contenía una nota: “La encontramos detrás del horno”, junto a una bola de cebolla pochada. No lo dudé y empecé a comérmela, a degustar su sabor como quien prueba las mieles de su éxito.
A medida que se iban acabando las tiras de cebolla, noté un cierto mareo en el que me dejé llevar. Había cumplido mi sueño y ya podía irme tranquilo. Puse la mano en el bolsillo y saqué el último cigarrillo que me fumaría en mi vida.
Digo el último porque el secreto de una buena cebolla pochada es dejarla tapando una fuga de gas.