El Congreso de los diputados se impone en la calle Zorrilla con la majestuosidad que corresponde a su papel de representación democrática. Por norma general, en su interior se respira un ambiente de total tranquilidad; es la paz del estudio crítico, la lectura minuciosa y la escritura quirúrgica que la legislación exige siempre. Con todo, en el día de ayer, esa calma se vio interrumpida de forma drástica cuando a las once y media de la mañana la diputada conservadora Cuquita Maritoñi rompió el silencio imperante con un grito desesperado que alteró a todas las señorías. ¡La panderetaaaaa!
La pandereta del congreso, símbolo de la democracia española y herramienta indispensable en las labores de nuestros congresistas, había desparecido de su ilustre armarito, situado frente a los baños del primer piso. La noticia corrió rápidamente por los corredores, despachos y billares del edificio y pronto se amontonaron sus señorías en el pasillo, al rededor de la convaleciente Cuquita, que se recuperaba del susto. Nadie daba crédito a lo ocurrido. La desaparición de la pandereta se trataba de un suceso absolutamente gravísimo. Un carrusel de emociones se abrió paso entre sus señorías. La inicial incredulidad dio paso a la sorpresa, la sorpresa al miedo, el miedo a la ira y la ira a la culpa. Y una vez más, como en tanta otras crisis nacionales, no tardó en aparecer el mal endémico del alma española: el rencoroso y vengativo cainismo.
Acusaciones cruzadas, insultos y amenazas. “La habrá robado uno de los vuestros, que tenéis la mano muy larga. ¡Chorizos!”. “Sí, hombre. Se la habrá llevado algún morito amigo vuestro, anda que no”. «¡No saben gestionar!». “No hay duda de que ha sido la ETA”. “Nosotros no, quiero decir, la ETA no ha sido, aunque celebramos que haya pasado”. “Mira que lo avisamos, que se empieza con el aborto y se acaba donde se acaba”. » “Esto es inaceptable, en principio. ¿Qué opina la patronal?”. «¡Dimisión!». «¡Proceso constituyente!». «¡Salud mental!». «Rojos». «Fachas». «¡¡A mucha honra!!» El caos revanchista imperaba a sus anchas hasta que el enorme barullo despertó a los congresistas más veteranos, que acudieron al lugar y, con la pausa y perspectiva que la vejez ofrece, imbuidos como siempre del espíritu de concordia del 78, calmaron los ánimos para valorar la situación adecuadamente. Todos coincidían: la desaparición de la pandereta era una crisis institucional de primer orden.
Se decidió realizar una búsqueda minuciosa de todas las salas del edificio. Al mismo tiempo, se creó una comisión de investigación con todos los partidos del arco parlamentario. Por desgracia, la búsqueda no dio resultados salvo la aparición de algunas pesetas entre los cojines de los sillones, algunas balas en el techo del hemiciclo y un par de derechos perdidos hacía décadas. La comisión de investigación, por su parte, no pudo llevarse a cabo, pues los cojines de los sillones habían sido levantados para la búsqueda y sentarse en la madera sin amortiguación durante tantos minutos resultaba un impedimento insalvable.
Entre pitos y flautas, dieron la una y cuatro y, si no se resolvía el asunto de inmediato, se corría el riesgo de tener que volver por la tarde temprano, sin dar tiempo apenas a dormir la siesta. Volvió a rebuscarse entre los cojines, volvieron los gritos y los reproches, la locura se apoderó de todos, incluso de aquello que siempre habían mostrado una reposada altura de miras. Y ahí, en el momento de mayor tensión y desorden, entramos los periodistas e hicimos lo nuestro. Sacamos titulares, hicimos entrevistas, entramos en directo, hablaron los tertulianos, hicimos encuestas, elaboramos suposiciones, hicimos infografías y dimos opiniones. Para las dos de la tarde todo el país estaba sumido en un un debate encarnado sobre la desaparición de la pandereta. En cada bar, peluquería y podcast se comentaban las claves de la cuestión, a la luz de las informaciones aportadas por la prensa: sobre quién la había robado, sobre por qué lo había hecho de noche y con vestido blanco, sobre dónde se encontraban anoche los miembros de la Orquesta Sinfónica de Madrid, sobre si es cierto que la Pandereta no es pandereta sino pandero con sonajas, sobre la deshonestidad del presidente y su conocido gusto por el cuero, sobre las relaciones del líder de la oposición con ciertos grupos de percusión, sobre la historia de expolio asociada a la pandereta, sobre la bondad de cierto empresario, sobre la calidad de los artesanos pandereteros de la comarca de Bergantiños, sobre el terrorismo, sobre la boda del año, sobre los bulos, sobre el sospechoso sonido proveniente de los pisos okupados, sobre la manipulación de la prensa, sobre la bondad de cierto empresario, sobre la plurinacionalidad de España, sobre la españolidad de las naciones, sobre las relaciones sexuales descubiertas entre un sindicalista y un líder de ultraderecha a raíz de unas jornadas de folclore asturiano, sobre el amor, sobre la homofobia, sobre la España plural que nos merecemos y que representa la pandereta, sobre la bondad de cierto empresario, sobre la ley panderetera, sobre el terrorismo, sobre la naturaleza reptiliana de la pandereta, sobre el terrorismo de estado, sobre el veranito, sobre el Madrid-Barça, sobre la poca información disponible sobre la desaparición de la pandereta.
Se hicieron casi las siete de la tarde. El caos en el hemiciclo era absoluto. Todos hablaban a gritos, se hacían la burla y gestos obscenos mientras la presidenta berreaba las normas de la cámara esperando que el sonido de la ley impusiese un orden cada vez más inverosímil. Fue entonces cuando empezaron a sonar los tambores.
Un rebumbio grave y grandioso retumbaba desde el suelo y hacía vibrar todo el edificio. Se callaron sus señorías. Era un sonido lejano y potentísimo que, ahora se daban cuenta, se acercaba rápidamente. Dejaron el hemiciclo y se dirigieron a la entrada del congreso. Tras la cerrada puerta de madera, sentían cómo crecía el enorme estruendo, pero no solo de tambores, no, se sumaban sonidos de muy diferente timbre y melodía. Cuernos, trompas, trompetas, guitarras, mandolinas, gaitas, acordeones. El sonido crecía y crecía. Trombones, bombardinos, clarinetes. Más fuerte, más cerca. Platillos, saxofones, pande… No, ¿podría ser? El sonido… ¿La pandereta?
Se abrieron las puertas del Congreso con un golpe violento, pero a la vez democrático, y en el cielo anaranjado del atardecer madrileño, encuadrado en el rectángulo que dibujaba la puerta de entrada, se dibujó una figura masculina, a caballo, que con su mano derecha guiaba a la bestia y con la izquierda blandía, alzada y sonando, la ansiada pandereta. El REY. El estruendo instrumental que había a su espalda, el que hacía retumbar la ciudad entera, era fruto de la suma de cuarenta y cinco millones de españoles guiados por la sacrosanta pandereta, la cual, en manos del verdadero REY, alcanza las cotas superiores de su democrático poder. Todos los españoles, como hipnotizados por el sonido tribal de la pandereta, desfilaban por las calles siguiendo el galope de Rocinante, tocando sus instrumentos y conformando la mayor y más poderosa charanga que el mundo libre hubiera visto desde la batalla de Lepanto.
Se arrodillaron sus señorías. El monarca dirigió su mirada a la gran masa que lo acompañaba y dejó de tocar la pandereta; dejaron los españoles de tocar sus instrumentos. Hicieron estos una reverencia y el REY, con un gesto fino con las riendas hizo que Rocinante se inclinase ante los españoles, en análoga y equilibrada señal de respeto. Los ciudadanos fueron poco a poco abandonando la calle para dirigirse a sus casas, aunque bien sabían ellos que su casa era España entera. Tornó el REY hacia los diputados y se adentró en el edificio encima de su caballo. Majestuoso, salvaje y poderoso, también el animal, avanzó hasta encontrarse frente a frente con la Presidenta del Parlamento, la cual no se atrevía a mirar al monarca. Extendió él el brazo, ofreciéndole la pandereta. Se irguió entonces, ahora sí, la presidenta y tomó el instrumento, con lágrimas en los ojos y un ahogado agradecimiento en su garganta. Dio la vuelta el REY, avanzó hasta el medio y medio de la entrada y, mientras el caballo se levantaba en sus cuatros traseros, gritó un sonoro: ¡Viva España! Secundado al unísono por todos los españoles, allá dónde estuvieran. Y se fue al galope mientras el sol se escondía tras el horizonte.Y así fue.
Esta ha sido la crónica de lo que ocurrió ayer en el Congreso, toda una crisis nacional, con final feliz.
A ver mañana, miedo me da.