Un vaso de whisky y una partida al solitario era lo único que tenía agendado para lo que quedaba de día. Desde que me habían apartado, casi todas las jornadas funcionaban así, matando las horas hasta poder ir a darme un paseíto nocturno y vuelta a empezar. Quién me iba a decir que, después de aquella tarde, iba a echar de menos esa estúpida monotonía.
—Señor Ábalos, hay una mujer aquí que quiere verle. ¿Le digo que pase?
La voz de Merceditas, mi secretaria, me sacó de mi ensimismamiento. ¿Quién vendría a este agujero dejado de la mano de Dios a hablar con un apestado como yo? Además, ¿una mujer?
—Sí, sí. Anda, Merceditas, dile que pase, guapa. —Dije mientras que con una mano me abrochaba los botones de la camisa hasta una altura que consideré decente y con la otra intentaba organizar mi mesa.
—Hombre, Yoli, no esperaba verte por aquí. ¿Qué tal va todo?
—Es Yolanda. Deja la cháchara barata para las jovencitas que intentas camelar de madrugada. Si estoy aquí es porque el jefe me ha pedido que te diga que quiere verte. Tienes un coche oficial esperándote abajo.
Y sin mediar más palabra, se dio la vuelta y se marchó. Yoli me detestaba, por eso el jefe la envió. Sabe perfectamente que si me dieran un euro por cada vez que he salido corriendo detrás una chica que me ponía las cosas difíciles, seguramente no necesitaría estar metido en este lío. Así que me puse la gabardina, apuré el vaso de whisky y salí por la puerta como alma que lleva el diablo.
El trayecto hasta Moncloa se me hizo eterno porque el conductor no me daba conversación y no pude fumar. Además, a mí el móvil no me entretiene. Hay quien dirá que estoy chapado a la antigua, yo considero que lo que pasa es que soy un tipo de acción.
El Presidente estaba esperando en el porche, resguardándose de la ligera lluvia que había empezado a caer unos minutos antes. Bajé del coche, me encendí un cigarro y le espeté:
—Recordaba esto más grande.
Sánchez esbozó una sonrisa e hizo un gesto con su mano para invitarme a entrar.
—Perdona que no me recueste en el sillón, pero es que todavía me molesta el puñal que me clavasteis en la espalda.
—No empecemos, José Luis. Vengo en son de paz, además hay algo importante que el partido quiere pedirte.
—¿Qué más queréis de mí? Si ya me tenéis en el ostracismo. ¿Me vais a pedir que entregue la placa y la pistola?
—¿Placa? ¿Tienes pistola?
—Bueno… Esto… Vamos al grano, que tengo muchas cosas que hacer. Estoy aquí porque te respeto y por hacerte el favor, pero mi tiempo vale su peso en oro.
—Por supuesto, por supuesto. Yolanda me dijo que te estabas apretando un whisky en tu despacho a las cinco y cuarto de la tarde.
—Me lo recomendó el médico, es bueno para la circulación.
—Claro, claro. En fin, más que una petición, el partido quiere hacerte una propuesta. Como sabrás, tenemos que tomar una decisión en breve sobre tu continuidad en la organización. Quizás lo que te voy a proponer ayude a poner la balanza a tu favor.
—Pedro, no sé qué pretendéis, pero yo huelo una trampa a kilómetros. Qué llevo en esto mucho tiempo. Que para cuando tú entraste, yo ya llevaba más tiros que las fachadas de Sarajevo.
—¿Tiros? ¿Otra vez con lo de la pistola?
—¿Pistola?
—Bueno, es igual, tú escúchame. El Gobierno ha agotado todas las vías ordinarias para conseguir un acuerdo sobre los Presupuestos Generales del Estado y, bueno, habíamos pensado que tú no estás en el gobierno, ni siquiera estás en el grupo parlamentario, así que…
—Vete al grano.
—Que queremos que vayas a Waterloo y convenzas a Puigdemont para que acepte los presupuestos. Cueste lo que cueste.
Aquello me daba mala espina, pero ¿qué podía hacer? Estar en el grupo mixto era una tortura y empezaba a hacer mella en mi salud mental. Era mi oportunidad de volver a poner las cosas en su sitio, de recuperar la normalidad.
—¿Puedo llevarme a Koldo?
—Ni hablar.
—Acepto igualmente. Salvaré los presupuestos, salvaré a España.