Hacía más de cinco meses que me habían echado de mi curro con la excusa de relatar a lo gonzo mi día a día de periodista en paro y sin demasiado futuro. El problema es que llevaba todos esos meses echando currículums cada mañana y por las noches, fumando porros o bebiendo birras para olvidar el poco sentido que tenía mi vida.
Cuando cumplí seis meses sin trabajo me armé de valor y abandoné mi orgullo para hablar de nuevo con mi jefe del periódico. Le dije que quería volver, que era injusto que me obligaran a vivir “de este modo” en nombre del periodismo.
Luego supliqué un poco. Bastante más de lo que me gustaría admitir. Le confesé que mi vida se estaba arruinando por su capricho de un reportaje que como mucho ocuparía dos páginas de su publicación. Me contestó que me estaba subestimando, que estaba seguro de que podía tener entre manos un gran artículo si me lo proponía.
Llegados a este punto ya no sabía qué más decirle. Me abrumaba la impotencia y exploté:
—No tengo dinero, ni paro, ni artículo y me drogo cada día —vale igual es una manera dramática de confesar a mi jefe que fumo porros, pero estaba desesperada-.
Ni se inmutó. De hecho, oí su sonrisa y me dijo:
—Mira ya tienes algo en común con Hunter Thompson.
Y me colgó. ¡Me colgó! Me puse a gritar, me volví loca. Me vi perdida y le veía a él como el único causante de todo mi sufrimiento. Todo por su puto capricho.
Estaba tan desesperanzada y ansiosa que me fumé un porro y comencé a idear maneras de vengarme. No le deseaba la muerte pero igual sí alguna venérea.
Pensé en varias opciones, por ejemplo, llamar a su casa y presentarme como la querida. Preguntar ¿está Luis? con la voz más guarrona que pudiera falsear; liarme con su esposa (había descartado la opción de liarme con su hijo cuando descubrí que tenía solo quince años).
Después de mucho fumar y pensar un poco llegó la idea: secuestrar a su perro de raza y venderlo por wallapop. No tenía trabajo así que lo que más me sobraba era tiempo libre.
Estudié —como buena psicópata que era— los movimientos familiares y aproveché un descuido de su chica de la limpieza para colarme en el jardín de su adosado.
No os puedo engañar, nunca me ha ido la adrenalina así que una vez adentro me entró un ataque de pánico. No podía controlar mi respiración y mi visión se ennegreció. Ya tenía al adorable cachorro en mis brazos, pero no podía reaccionar. Tenía los músculos engarrotados, así que mi único reflejo se redujo a tirarme al suelo.
Caí en medio de un jardín de macetas, así que las magulladuras no fueran pocas.
Chispitas (el perro) tenía miedo y comenzó a lamerme. Cuando volví a reaccionar la chica de la limpieza me miraba. No entendía nada, no sabía quién era yo ni qué hacía allí. Pero enseguida vio que parecía inofensiva y me preguntó si me encontraba bien.
Yo cogí a Chispitas con mi mano derecha y me levanté muy torpemente, como si fuera borracha y le grité: “tú estás mal, yo solo secuestro perros”. Y a partir de ahí todo fue más raro
aun: porque ella se quedó estática gritando “¡noooooo! ¡qué desgracia! ¡Chispitaaaas!”. Pero no solo no intentó detenerme, sino que además me cedió el paso al salir.
Mientras me acercaba al portal seguía oyendo los gritos lejanos de la señora que permanecía inmóvil mirando al vacío y gritando: “¡Chispitas! ¿Qué va a ser de ti?”.
Una vez en la calle decidí caminar rápido pero no demasiado para disimular los nervios.
Chispitas no paraba de mover la cola y de lamerme las manos y yo no dejaba de pensar que era un perro adorable pero demasiado tonto.
Para cuando llegué a casa #freechispitas ya era trending topic en toda la ciudad de Barcelona.
Al parecer diversos grupos animalistas se habían mostrado a favor de la liberación del chihuahua. Yo ya no sabía cómo salir de todo aquello.
Chispitas, por su parte, parecía feliz en mi casa: comía mucho y hacía cacas del tamaño de su cabeza por toda mi habitación. Era más que evidente de que el mío no había sido un plan perfecto. Pronto mis compañeros de piso comenzaron a preguntar por él y la respuesta verdadera parecía cada vez menos verosímil.
Chispitas me estaba arruinando, pero a la vez su compañía y su instantáneo síndrome de Estocolmo hizo que en pocos días lo sintiera como el perro que toda la vida había echado de menos. Ese perro llenó de cacas y orden mi vida, pero sabía que aquello no podía durar.
Sin duda fue aquel reportaje a color y a doble página sobre el suceso lo que trajo con fuerza la cuestión de la devolución a mi cabeza. Compré el periódico de aquel día en uno de los paseos que di a Chispitas. Como yo ya sabía a quién me estaba enfrentando y después de haber visto las fotos del perrito en las redes sociales y periódicos. Decidí raparle al cero y le até un retal cuadrado de tela al cuello que le daba mucha clase a la vez que camuflaba, sin lugar a dudas, su auténtica identidad.
Eso no fue todo: tuve que presentarlo en sociedad con un nuevo nombre, que después de horas de reflexión acabó siendo Ojitos. Es cierto que tardó un par de días en responder al nuevo nombre, pero una vez lo hizo parecía tan naturalizado con él que creí por momentos que podríamos dejarlo todo y mudarnos lejos para empezar una nueva vida juntos.
Cuando llegué a casa con el periódico me hice un café y lo abrí por el reportaje de Ojitos. Había fotos de su infancia y de sus viajes con su antigua familia. Desde el primer momento entendí que el hecho de que él compartiera aquellas memorias conmigo nos unía de una manera muy especial.
Leí la entrevista que le hicieron a mi exjefe y a su repeinada mujer. Ninguna de sus palabras despertó mi malograda empatía.
Me llamaron especialmente la atención, sin embargo, las declaraciones de la asistenta que me había visto. Me describía como una mujer corpulenta de aspecto desarreglado y con la mirada perdida. ¿Corpulenta? ¿yo? Lo que me faltaba por oír.
Después de meses sin ingresos se me había quedado un tipín de modelo más que envidiable.
Hablar de corpulencia era pecar de exagerada.
Pero llegados a un momento del reportaje me conmoví y me replanteé toda nuestra vida juntos —la de ojitos y la mía—. Fue cuando llegué a la parte en la que estaban transcritas las declaraciones del hijo adolescente de mi jefe.
Solo pude llorar y abrazar a Ojitos, que se resistió juguetón en un primer momento pero que pronto adivinó la gravedad de la situación por mi semblante serio. Le miré a los ojos a sabiendas de que la decisión estaba tomada y me invadió un gran sentimiento de vacío y nostalgia por una relación que aun existía pero que ya estaba acabada.
Al día siguiente me maquillé y me puse un vestido que resaltaba mi esbelta figura. Esperé a que todos abandonaran la casa y piqué al timbre. Abrió la misma señora que en su día me había pillado en pleno secuestro, pero no me reconoció en aquel momento y le dije que era vecina y que lo había encontrado merodeando en un contenedor.
Sus comentarios en el periódico habían mermado mi autoestima así que desde que abrió el portal me dirigí a ella con una pose lateral que ni Kate Moss.
Le entregué a Chispitas en mano y ella no paraba de rezar frases de bendición y me dijo: “Si hubiera visto a la sinvergüenzas que se lo llevó se moriría de miedo. Era una drogainómana”.
—¡Qué disparate!— contesté.
Luego rechacé su invitación a pasar y hablar con su jefe por teléfono. Le dije que había visto la historia en el periódico y que prefería mantenerme en el anonimato.
Miré a Chispitas por última vez sabiendo que todo se había acabado pero que había sido real y solo nuestro.