Mi abuelo murió, como todos los abuelos, de una enfermedad súbditamente esperable: la vida, que a sus 78 años ya estaba muy desgastada.
Se le incineró y gracias a su nueva forma dispersa fue posible realizar con él lo que Salomón propuso y no pudo; separar un cuerpo en dos, pues mi abuelo engendró dos hijos y los dos expresaron el deseo de guardar su recuerdo más físico de su, ahora, grisáceo progenitor. Destinadas a dividirse, las cenizas del abuelo, se repartieron siguiendo unas reglas claras de jerarquía familiar: la parte más voluminosa, se mantuvo en la urna reglamentaria y fue legada a padre, a quien abuelo siempre tuvo en alta estima. La otra, la más menguante, se depositó en un cubo de fregar olvidado que empleo tío de urgencia cuando se enteró de los planes de padre de deshacerse inmediatamente de todas las cenizas del abuelo en el pueblo natal de donde nació y (huyó) el abuelo.
Padre, que siempre fue muy aristotélico, se deshizo de su parte al mes y medio, en un trozo de tierra cualquiera que según padre seguía manteniendo intacto su valor sentimental. El día de la deposición, padre conservó su frio temple y su pasión moderada y no expresó más emoción que una fugaz alegría al visualizar un pájaro altanero con el rabillo del ojo.
La parte de tío, la del cubo de fregar, fue trasladada rápidamente a una caja de zapatos forrada con plástico que, sin ser el sitio ideal, solventaba el continuo error de las vistas que acostumbraban a confundir el cubo-urna con los restos de un cenicero de tamaño desproporcionado. El abuelo estuvo unos buenos años en esa caja olvidada en un estante, en un sitio provisional que el olvido marcó como permanente. Una desafortunada tarde mientras padre ayudaba a limpiar la habitación a su hermano, padre tumbó la caja sin querer. Horrorizado por la gris estampa y el precario estado de mi abuelo: escampado en parte por el suelo, la caja y la manga de su camisa buena. Se propuso rescatar las cenizas que pudo y las depositó en un recipiente mucho más digno: un pote de mermelada.
La vida, y los malos hábitos, quisieron que mi tío muriera de un cáncer homicida. Siguiendo la doctrina del Filósofo, se impuso otro viaje al pueblo, esta vez con doble ración de recuerdos; la de mi tío y la de mi abuelo.
Cumpliendo con el protocolo las cenizas de ambos fueron depositadas en el mismo sitio donde antaño nació el abuelo y reposaba parcialmente. Padre siguiendo un protocolo privado se deshizo de sus últimos familiares con tez seria y un posado imponente. Madre se lo miró, olisqueo el ambiente y soltó:
-¿Te acabas de tirar un pedo?