Nunca debí haber ido a la consulta del doctor Gutiérrez, pero estaba desesperado. Llevaba ya no sé cuánto tiempo sin poder dormir más de dos horas seguidas y necesitaba una solución. La melatonina y las técnicas de relajación no habían dado ningún resultado y no quería recurrir a más pastillas porque ya me llegaba con las que tomaba para la ansiedad.
Por eso casi salgo disparado cuando en mi primera visita me sugirió la milagrosa píldora blanquiazul. Sin embargo, su labia y una cantidad abrumadora de estudios de investigadores extranjeros con sus gráficas a todo color me acabaron convenciendo para enrolarme en un ensayo clínico de un fármaco revolucionario.
Sonaba demasiado bien, una pastilla a la semana y se acabaron la ansiedad y los problemas de sueño. Al parecer el estudio buscaba varones de mi edad y mi perfil, aunque no especificó qué perfil era ese. Lo cierto es que no tenía nada que perder ya que según el contrato no había efectos secundarios mayores que los de un antigripal cualquiera. Además, me pagaban por tomarlo, si no aceptaba estaba perdiendo dinero. Así que me fui a casa con mi frasquito de pastillas blanquiazules y con la sensación de haber ganado a la ruleta del casino.
El doctor me advirtió que tardaría un par de días en notar los efectos y así fue, la tercera noche conseguí dormir siete horas del tirón, cosa que no hacía desde Primaria. Me desperté como nuevo. Lo único negativo que podría decir es que soñé con Bermúdez, un plasta del trabajo que pontifica sobre cualquier tema en la máquina del café y siempre me llama «Rosita» porque un día me puse unos calcetines de ese color, pero como nunca recuerdo mis sueños me dio igual.
Fue un buen día en el trabajo. Con mi energía renovada pude sacar adelante un montón de tareas que tenía pendientes e incluso tuve fuerzas para ir a tomarme algo con algunos compañeros al salir. Hasta me animé y crucé unas palabras con Manuela de ventas, cosa a la que nunca me había atrevido. Además, como guinda, no me crucé con el pesado de Bermúdez en ningún momento.
El tratamiento funcionaba. El descanso me había sentado tan bien que hasta empecé a ir regularmente al gimnasio al que me había apuntado como propósito de año nuevo (de 2021). En el trabajo también me iba cada vez mejor, la gente parecía tenerme más respeto y Manuela y yo hacíamos por coincidir en el rato del café. Visitaba al doctor Gutiérrez dos veces por semana y parecía que todo estaba correcto porque su única preocupación era por si había soñado «cosas raras».
Solo me costaba conciliar el sueño cuando tenía picos de ansiedad, por ejemplo, una vez que nos visitó «Heladito», el jefe. Le llamábamos así porque era el hijo del anterior propietario, Don Eladio, y él se llamaba igual. Por eso y porque cada vez que sudaba el tinte que utilizaba en los cuatro pelos que le quedaban producía unas gotas color chocolate que caían por su frente. Si aparecía por allí con su camisa ofensivamente desabotonada era solo para echar una bronca aleatoria a alguien para mostrar autoridad. Ese día me tocó a mí por el mero hecho de no haber entregado un informe para el que aún tenía una semana de plazo, pero no haberlo presentado antes «de moto propio» demostraba falta de compromiso con la empresa.
Ni siquiera que Manuela me invitara al cine hizo que se me pasara el enfado. No conseguí dormirme hasta las cuatro de la mañana, pero las tres horas de sueño continuado fueron suficientes para descansar, aunque soñara con «Heladito».
Al día siguiente el jefe se pasó por la oficina, aunque casi no lo reconocimos porque llevaba una gorra campera y un polo negro abrochado hasta arriba. Dio los buenos días, firmó unos papeles y se marchó sin decir ni palabra. Nos reímos un montón y yo pude seguir posponiendo la entrega pendiente.
Hubiera sido una jornada perfecta si no fuera porque escuché accidentalmente a Manuela hablar con Iria de contabilidad. Al parecer se había enrollado con su exnovio la noche anterior, justo después de que saliéramos del cine. ¿Cómo podía hacer eso si el tipo la trataba fatal y le había puesto los cuernos varias veces? No pegué ojo, como era de esperar, pero en el poco rato que dormí sé que soñé con ella.
Fue aquí cuando se torcieron las cosas. Desde esa noche, Manuela empezó a evitarme en la oficina y a no contestar a mis mensajes. Me estaba volviendo loco porque no sabía por qué había pasado. Nunca discutimos ni le dije nada que le pudiera ofender. Ir a trabajar se convirtió en una tortura. Dormir no era ya el problema, ahora estaba al borde de una depresión severa.
Así pasaron varios días hasta que algo hizo click en mi cerebro. Manuela, «Heladito», Bermúdez… Pero había más. Hace semanas que no coincido con el novio de mi madre cuando voy a su casa a comer. Discutimos en una ocasión sobre política y esa noche soñé con él. También soñé con el camarero inútil del bar de debajo de mi casa el día que me tomó nota mal tres veces. No me ha vuelto a atender. No sé qué está pasando exactamente porque sigo sin poder recordar ningún sueño, pero sí sé quién es el culpable.
Llevo dos noches seguidas soñando con el doctor Gutiérrez. No coge el teléfono, no responde los emails y en su consulta no hay nadie. Todavía no sé cómo, pero lo acabaré encontrando. Entonces podré decirle a la cara lo que seguramente ya le haya dicho en sueños.


