Hay un elefante en la oficina. Un elefante de verdad, uno con trompa y colmillos, de esos que salen en documentales de las dos, se matan por marfil y asustan a los niños en el circo dado su tamaño. Ha entrado de repente en la agencia de publi en la que trabajo, como si fuera otro cliente dispuesto a dejarse los cuartos en vender más caramelos a niños o encontrar otra estrategia para anunciar paquetes de tabaco o bebidas alcohólicas como si fueran algo bueno. Ha entrado mientras miraba al vacío, recorriendo por enésima vez con los ojos el camino que lleva a la salida. Ha entrado por la puerta, y ahora pasea por aquí, con una libertad insólita para estar en una oficina.
Es un elefante enorme, la forma rectangular y sobrecargada de la oficina ayuda poco, ya que el pobre animal es tan grande que va desde el suelo hasta el falso techo a cuadros blancos y luces circulares, esquivando por poco el sistema de ventilación que siempre está puesto de manera exagerada, haciendo mucho frío en verano y mucho calor en invierno. Es un elefante gris azulado, como los azulejos de un baño de gasolinera de carretera, y tiene unos colmillos bastante largos, por un momento pienso que arrancarle los colmillos me sacaría de este antro, pero me parece demasiado majestuoso, y además el de financiación no ha traído su rifle (una vez lo trajo cargado, decía que venía de matar corzos, nadie dijo nada). Si tuviera que apostar, diría que es un elefante africano, con los ojos pequeños y las orejas como abanicos hechos de hoja de palmera. Sonríe debajo de la trompa, y su cola que parece un hilo que le cae por el culo y que se mueve como un péndulo a cada paso, marcando la hora de caminar y la hora de comer.
Pasea sin rumbo aparente, ni demasiado rápido ni demasiado despacio, esquivando las manchas resecas de café que uno se puede encontrar por el suelo. El elefante mueve las orejas levantando papeles en sucio, dejando a la luz de los flexos blancos sumas mal hechas de los últimos presupuestos, que obviamente se han sumado mal a posta; notas de ideas que nunca se realizarán porque no son del director creativo; o post-its con mensajes subidos de tono que deja el jefe de recursos humanos a las chicas guapas de la agencia y que todos ignoran.
Afortunadamente, el elefante parece calmado, como si la oficina de una agencia de publicidad hubiese sido siempre su sitio y no la sabana. Avanza como si se supiera el camino, con sus ojitos pequeños mirando en todas direcciones.
Cada vez hay más gente pendiente de él, la secretaria, que lleva mucho pintalabios, y un escote que no conjunta con su edad; un chico de cuentas, que tiene varias manchas en su camisa de cuadros que él cree que se disimulan con los cuadros; mi amiga María, una creativa que trabaja para una cuenta diferente a la mía, la cual tiene un problema con los tranquilizantes y la semana pasada no vino un martes por problemas del estómago… Todos miran al elefante. Es normal, es un elefante, ¿quién no va a mirar a un elefante pasear sobre una moqueta de oficina, con esas patas grandes y redondas haciendo un ruido muy raro cada vez que aplasta otro bicho o la basura que se le cae a Jorge alrededor de su escritorio y nunca recoge? Incluso el jefe, ese señor mayor que a veces lleva los pantalones muy ceñidos y le marcan mucho la polla se ha asomado a ver al mamífero y su trompa, con su clásico outfit asqueroso de jueves, que también lleva los martes y a veces toda la semana.
Sin embargo, al elefante parece darle igual, el camina esquivando manchas resecas en la moqueta, sillas de ruedas y las cajas de Amazon que traían más libros de autoayuda a Clara, la chica de eventos. Ella dice que nunca son suficientes, que desde que se los lee lo lleva mucho mejor con su marido.
Todo el mundo sigue el elefante con la mirada, sin embargo, nadie dice nada. Todo el mundo está callado, mudo, no se escuchan más que las pisadas de uñas grandes. Algunos se miran entre ellos intentando hablar con miradas cómplices, recogiendo los papeles que se han caído con la caminata, incapaces de plantarse y hablar del traje nuevo del emperador, que en este caso es un elefante africano de grandes orejas y ojos diminutos. Miguel, un director creativo, abre la boca como dispuesto a decir algo, gesto que hace que yo y unos cuantos reculemos un poco, pero lo único que hace es eructar, debe ir ya por la cuarta cerveza.
Es bastante curioso ver al elefante en general, ha conseguido bloquear el trabajo, ya que todo el mundo se ha levantado más o menos de su pantalla, dejando el móvil a un lado, para mirar al cuadrúpedo lidiar a trompazos con cosas como una impresora, esa en la que hay pintadas que dicen que el conserje se masturba en el baño de minusválidos; el cajón del becario, donde guarda comida podrida y cada vez que abre deja un pestazo; o fotos grupales colgadas en las paredes, donde varias personas que ya no están en la agencia se abrazan en torno a un premio que ganamos antes de que yo entrara, ahora ya no ganamos nada, ni siquiera al fútbol entre agencias.
En determinado momento el elefante se da la vuelta y empieza a recorrer de nuevo la sala. Todo el mundo sigue callado, incapaz de abrir la boca. Algunos han empezado a arrejuntarse, formado parejas extrañas, de esas que todo el mundo asume y, sin embargo, siempre se niegan, ya sea porque no soy gay, en mi otra vida tengo novio, o esto no volverá a pasar. Las personas somos frágiles contra un elefante, y sobre todo si es un elefante de oficina como este, que avanza destruyendo cubos de basura donde no se recicla a pesar de haber cuatro distintos, cubiertos usados que no se han limpiado y se han dejado en la cocina llenos de comida, o sobre hojas de gastos fruto de haber vuelto a trasnochar mucho otra noche.
Al final, el elefante sale otra vez por donde ha venido, si al entrar se le abrió la puerta, ahora le derrumba, arrasando con el vestíbulo, llevando enrollados a su pata cables de ordenadores que no se renuevan, una impresora que no se usa, luces que no funcionan. El mamífero sale entre estruendos, como si quisiera hacer un último intento de que alguien se le acerque, de que alguien reaccione ante su inmensidad. Pero una vez ha cruzado el umbral, y todo vuelve a su sitio, la atención se distrae, se descoloca, y poco a poco todo vuelve a su orden.
Si durante unos minutos se oyen frases como “¿habéis visto eso?”, o “¿qué coño ha pasado?”, enseguida se sepultan entre los cánticos habituales, como los chismes ajenos que las de cuentas repiten una y otra vez en la cocina cuando sus descansos se hacen demasiado largos.
Si durante unos minutos todos hemos pensado en lo mismo, ahora todos los creativos sólo piensan en las vidas mejores que ven en Facebook.
Si durante un segundo, todos mirábamos al elefante, ahora miramos la caja de gritos que viene del despacho de otro director, que le dice a otro compañero que por favor se duche que apesta.
Si por un momento se iba a hablar del elefante, ahora todos callan, y nadie se digna a preguntar por qué ha entrado un elefante en la oficina.
O más importante, ¿por qué nadie ha hablado de ello?