Treinta pisos por debajo de la estepa de Hamgyŏng en Corea del Norte se encuentra la sala del juicio final. Una sala rectangular con una única puerta de entrada en uno de los extremos. Al final de la sala cuelga del techo un televisor de tubo de 32 pulgadas y 2 toneladas de peso que muestra un mapa del mundo. En el centro hay una mesa en la que han instalado un botón rojo con forma de champiñón. Pulsarlo significa el lanzamiento de 355 misiles nucleares, aunque 354 no funcionan. A Kim Jong-un le encanta esta sala, para él es: «La sala de las negociaciones».
Todos lo sabemos: Kim Jong-un es un tipo muy peculiar, nunca sabes por dónde te puede salir. Hoy declara el Día Nacional de los abrazos, y mañana el Día Nacional del apuñalamiento por la espalda. Por eso, he desarrollado una lista de improbables pero posibles sucesos.
Kim Jong-un entra en la sala del juicio final. Camina hacia el final de la sala mientras se come un Bollycao Dokyo. Se detiene frente al botón rojo y dice: «No me puedo creer que Bollycao haya decidido dejar de fabricar esta delicia sin preguntar a los consumidores y, lo que es más importante, sin preguntarme a mí. A estas alturas, ya no puedo volver a los Pandorinos. Es el fin». Pulsa el botón rojo. El único misil en funcionamiento falla. No ocurre nada.
Kim Jong-un entra en la sala del juicio final. Le acompaña un séquito compuesto por 10 asesores, 10 interventores, 5 asesores y un mimo. Kim pasea alrededor de la mesa con la mirada fija en el botón rojo mientras se frota las manos. Se detiene y pregunta: «¿Para qué es esto?». Nadie contesta. Uno de los interventores se mea encima, otro se desmaya y el mimo se pone a cavar una tumba. Kim hace una mueca de duda y pulsa el botón rojo. El único misil en funcionamiento falla. No ocurre nada.
Kim Jong-un entra en la sala del juicio final acompañado de Pepe Reina. Ambos visten el equipaje oficial de la selección de fútbol de la RDP de Corea. Kim comenta: «No hay razón para estar nervioso, Pepe. Ahora que te has nacionalizado como norcoreano “voluntariamente” solo debes preocuparte de dar lo mejor de ti mismo en cada partido. En fin, mañana a las 06.00 AM comienza el entrenamiento y, por la tarde, a recoger arroz». Pepe Reina está horrorizado y solo visualiza una salida. Pulsa el botón rojo. Algo falla y no ocurre nada. Kim pone su mano sobre el hombro de Pepe y se lo lleva suavemente mientras le dice: «Oye, vamos a necesitar que adaptes tus chistes a la gastronomía local. Ya sabes… ¡Camarero unos noodles!».
Kim Jong-un entra en la sala del juicio final. Le acompaña su dietista. Kim se acerca a la mesa y coloca su mano sobre el botón rojo. Mira a su dietista a los ojos y le dice: «Si tienes valor, repítelo». El dietista suda entre temblores. Kim repite: «Repítelo». El dietista tartamudea: «Coles… Coleste… Colestero-ro-ro…». El dietista rompe a llorar. Kim Jong-un le abraza y le susurra al oído: «Ya está. No vuelvas a decirlo nunca más y ya está. Vamos al palacio, anda, que va a empezar Master Chef». Ambos se marchan de la mano.
Kim Jong-un entra en la sala del juicio final acompañado de Gyeong-hui, una de sus concubinas. Ambos caminan despacio hasta la mesa en el centro de la sala. Gyeong-hui mira al techo y pregunta: «¿Qué demonios es eso?». Kim Jong-un mira hacia arriba, pero no ve nada raro, mientras tanto, Gyeong-hui saca un táser y le atiza una tremenda descarga en el cuello. Kim Jong-un cae al suelo inconsciente. Gyeong-hui sonríe. Entonces, pone su mano en el cuello y se arranca una máscara como si fuera una segunda piel. Es George Lazenby. Mira el botón rojo y se dice a sí mismo: «Pues parece que el peor Bond de la historia con 83 años ha conseguido hacerse pasar por concubina real y colarse en la sala nuclear del país más hermético del mundo. ¿Ahora qué? ¡Eh!». Pone una vocecilla mucho más aguda y continúa: «George, cuánto nos arrepentimos de haberte denominado el peor Bond de la historia, de verdad». Una vena en su cuello se inflama y grita: «¡Demasiado tarde, hijos de puta! ¡Cada caricia, cada beso, cada felación que he tenido que hacer para llegar hasta aquí ha merecido la pena! ¡Qué os jodan a todos! ¡Ja, ja!» Pulsa el botón rojo. Algo falla y no ocurre nada. George Lazenby queda desconcertado. Saca una máscara del bolsillo y se la pone. Ahora es Dennis Rodman. Hace una mueca de conformidad y dice: «¡Bueno, voy a salir de aquí! Probaré en Francia.»