Todo apuntaba a que ése iba a ser otro anodino día de verano en el pueblo.
Un sol que calienta pero no se toma demasiadas confianzas como para marcar la piel, una suave brisa meciendo las ramas de los pinos, unos pajarillos cantando el himno nacional de la nada… paz de espíritu, en una palabra (bueno, tres).
La paz está bien para un rato, pero ella sabía que lo poco gusta y lo mucho cansa. Vaya que si cansa. No estaba dispuesta a dejar escapar esas 5 horas de lucidez diarias ni un día más. Sí, persona listilla, ya sé que el día tiene 24 horas, pero si le quitamos las 15 horas de riguroso sueño y las 4 horas de siesta (la siesta no es sólo el tiempo que se pasa durmiendo, es todo un ritual, tan sagrado o más como la Virgen de la Asunción), pues le quedaban eso, 5 horas para pensar.
5 eternas e insufribles horas, con todos sus minutos. 300 minutos, con todos sus segundos. 18000 segundos, con todo su aburrimiento.
18000 segundos a solas con sus pensamientos. Si es que tenía. Que ésa era otra.
Tenía que ocupar ese tiempo de alguna manera. Así que, después de leer las contraportadas de los cuatro libros que había pensado devorar ese verano y decirse entre dientes “NOT TODAY” por enésimo día consecutivo, se puso sus zapatillas de andar (que se podían distinguir fácilmente de sus zapatillas de correr, pero no tanto de sus zapatillas de dar un garbeo), y salió de casa.
Nada, un día más.
O no.
Cuando llevaba un intervalo de tiempo indeterminado (pero, en cualquier caso, inferior a 30 minutos) caminando por los sempiternos caminos de tierra de la meseta castellana, se dio cuenta de que no podía dar un paso más.
“Mierda, ¿otra vez me he equivocado de zapatillas? Lo sabía, éstas son las de deambular”, se dijo, antes de mirarse los pies y comprobar: “Ah, no, pues sí que son las de andar”.
¿Qué estaba pasando entonces? Emma fijó su vista en un arbusto y, al segundo, desapareció. Sí, desapareció. No se esfumó, no se desvaneció, hubo un pequeño glitch a modo de transición entre el instante en que el arbusto estaba ahí y el posterior en el que ya no estaba, y ya. Nada más.
Empezó entonces a hacer unos gestos con las manos que parecían de primero de mímica, pero que en su caso no tenían ningún mérito porque de verdad que estaba notando un muro transparente ante sí que no le permitía avanzar.
Emma no era tonta, necesitaba analizar lo que estaba sucediendo y descartar posibles escenarios. Había oído hablar del techo de cristal, pero estiró los brazos hacia el cielo y no encontró ningún tope, por lo que no podía ser eso. No había ningún hombre blanco opresor cerca en ese momento, porque su padre había ido al bar a jugar al dominó, como todas las tardes.
Entonces lo vio claro: Alguien estaba corrompiendo la base de datos de La Realidad™.
“No, joder, que estoy de vacaciones, ¿no podían esperarse a septiembre?”.
Para quien no esté familiarizado/a con el concepto, existe una base de datos donde se almacena absolutamente todo lo que define La Realidad™. Algo así como el Mundo de las Ideas de Platón, pero con menos acusaciones de pedofilia (la religión católica tenía una base de datos aparte, en una caché virtual). Si alguien borra o modifica algo, como es la definición primigenia, ese algo desaparece o cambia en el mundo real.
Esta base de datos no se mantiene sola, hay que mantenerla. Y Emma era una de las personas encargadas de ello, en la división Iberia.
No se trata de jugar a ser dioses, es más un trabajo bastante funcionarial (de hecho, había tenido que pasar unas oposiciones para conseguir plaza en El Sistema™).
Hacía tiempo que en los pasillos de El Sistema™ se venía oyendo el rumor de que un grupo de terroristas cibernéticos estaba intentando atacar la base de datos, pero Emma era muy buena en “lo suyo” y sabía que eso no pasaría en su turno.
Pero, amigo, los terroristas habían encontrado una vulnerabilidad en El Sistema™: La manía de los trabajadores de querer disfrutar de unas semanas de asueto al año, así como el total desconocimiento de los jefes de qué era exactamente “lo suyo”.
Y en ésas estábamos ahora.
Todo apuntaba a que los ciberterroristas se habían hecho con el control de la base de datos de Iberia (lo cual, no nos engañemos, no debía de ser muy difícil ya que todos hemos visto la web del SEPE).
Emma tenía que hacer algo urgentemente, porque en esa base de datos también están todos/as los/as habitantes del planeta. Todos/as y cada uno/a. Y lo peor de todo es que no hay copia de seguridad. No porque la destruyeran los terroristas sino porque, repito, es Iberia, ¿qué iba a haber?
De momento era evidente que los terroristas iban por la letra A, pues habían borrado “arbusto”, pero con un poco de suerte activarían el modo aleatorio y, a lo mejor, hasta mejoraban El Sistema™ (difícil era empeorarlo, también es cierto). Lo mismo borraban “monarquía” o “fascismo”. Pero, aunque cayera esa breva, tarde o temprano acabarían alterando algún registro clave y nos llevarían a un punto sin retorno.
Claro que, por otro lado, Emma estaba de vacaciones. Todo podía esperar a septiembre.