1
Una jornada lluviosa y oscura, tras sacar mi escasa basura,
a punto de tomarme un vino de cartón y una triste pizza de jamón,
escuché un sonido que, tozudo, en mi puerta de entrada rascaba.
“Debe ser otro comercial mamón”, murmuré para mis adentros burlón,
“quien con tanta obstinación a mi puerta tenaz llama, con intención”,
pensé, seguro, “de venderme alguna inmunda promoción”.
2
Lo recuerdo bien, pues ocurrió en un helado y solitario diciembre.
Días atrás habíame horrorizado ante un desorbitado recibo de la luz.
Tanto me habían cobrado aquellos desalmados que me sentía desolado
y discurría alternativas de otras compañías a mi vida triste y baldía.
Y mientras esto cavilaba, volvieron a llamar una, otra y otra vez.
“Será alguien que viene a eso y ya está”, de nuevo, para mí, pensé.
3
Estaba ya cansado, pues mi batalla era harto dificultosa e inútil.
Estar pendiente de la más adecuada hora para hacer cualquier tarea,
planchar, cocinar, aspirar la casa o ducharme, era del todo fútil.
Cualquier mínima labor en mi hogar era un trajín, un desafío inmundo,
que yo milimetraba al segundo, creyendo, infame de mí,
que podría abaratar el recibo y conseguir reducir algo el gasto.
4
Por lo cual mi casa, aquella noche, en profundas tinieblas estaba,
cuando llegué a la puerta y, tras golpear de nuevo, ¡tac, tac!,
abrí a aquel desconocido que con tanta insistencia importunaba.
Mas, ¡escuchad!, a nadie hallé en aquella inerte y fría oscuridad.
Y, cabreado como estaba, cansado y hambriento, cerré.
Y así pasó y nada más. ¡Creedme, amigos, que así es como fue!
5
Llegué a la cocina, donde bajo una enjuta y penosa vela,
sobre mi mesa esperaba, más fría y, ¿cómo no?, más blanda,
mi redonda, caducada, de marca blanca y fina pizza de jamón,
acompañada de un infame vaso de vino tinto de nefasta calidad.
Tras beber un sorbo, a punto estaba de dar un mordisco ansioso,
cuando tras mis espaldas y, de forma inesperada, una voz escuché.
6
“¿Quién anda ahí?”, pregunté, con voz trémula y más bien baja
pues, cagado como estaba de que algo hubiera y acaso pudiera,
con dientes podridos y ojos vacíos, responder a mi llamada,
no quería que me escuchara y, lentamente, convencido de que no era nada,
tomé la vela, la levanté y alumbré mi vacía y pobre encimera,
haciéndome a la idea de que era el viento que afuera aullaba y ya está.
7
¡Y a la poca luz de mi cirio algo vi! De gruesas y amarillas patas,
Fuliginoso, de largo cuello, del tamaño, más o menos, de un gato.
¡Pero un felino no era cuyo bulto resaltaba sobre mi vaciada nevera!
Aunque no lo creáis, lo que a mi piso y sin permiso había entrado era,
¡os lo digo de verdad!, un oscuro y mofletudo pato,
que mirándome fijamente me dijo “¡cua!”, y tras esto, “¡cua!”.
8
“Cua, ¿de qué?”, pregunté, queriendo comprender su insistente parpeo;
y al ir hacia él de prisa, me pegué con una silla en toda la espinilla.
Grité magullado y, tras calmarme, le lancé lo que más a mano tenía,
un foco del baratillo que estaba, cómo no, por no malgastar apagado.
Mas el pato lo esquivó y agitó sus dos azabaches y lustrosas alas,
y se posó, tan pancho, en todo lo ancho de mi destartalada ventana.
9
Me reí de aquella batalla extraña contra un tonto y absurdo pato.
¿Cómo había aparecido de improviso a molestarme en mi piso?
Entonces tomé de mi mesa una vacía cerveza y se la lancé a la cabeza.
Mas, hecho esto, el astuto pato planeó y aterrizó en mi lámpara de techo,
para insistir nuevamente en aquella monótona y cansina monserga,
repitiendo, como si quisiera avisarme de algo, “¡cua!”, y tras esto, “¡cua!”.
10
“¡Dime, pato casposo!”, grité. “Baja de ahí y a mi pregunta responde,
¿acaso de alguna compañía eléctrica eres un misterioso comercial?”.
A lo que el pato, funesto, aunque al mismo tiempo bastante tranquilo,
depositó con atino una líquida cagada en mi vaso barato de vino.
Y sin escrúpulo alguno, tras picotearse, deleitándose, un buen rato el ano,
alto y claro exclamó: “¡Cua!”, y después de esto, otro y siniestro: “¡Cua!”.
11
Junto a mi vaso de vino, ahora defecado, y mi enfriada pizza tenía
una particular composición a modo de colección con ofertas de otras compañías.
Yo había estudiado cada oferta con cuidado en náusea abrumadora,
intentando hallar una mejora y, en lo posible abaratar, el megavatio-hora.
Llevaba semanas barajando la cuestión buscando en ellas alguna solución,
cuando el pato reiteró su canción, e hizo “¡cua!” y, después, “¡cua!”
12
“¡Será eso!, ¿verdad?”, me dije a mí mismo lleno de emoción y júbilo.
“¡Vamos, pato, contesta! ¿Cuál debería escoger de entre todas estas?”.
A lo que el pato me miró y, de improviso, saltó y se posó en mi mesa,
agachó la cabeza y, para mi sorpresa, sin decidirse por ninguna oferta,
¡me tendió con descaro un papel que habíase sacado del mismísimo sobaco!
Tras lo que el ánade sombrío, como un desafío, gritó: “¡Cua!”, y luego, “¡cua!”.
13
De esa forma yo, extrañado de tan singular, sin par y atípico acto del pato,
trémulos dedos alargué para conocer el contenido de aquel secreto papel.
Y poco a poco, intrigado, esquina a esquina, sabedlo, ¡lo desdoblé!
A pesar del olor pestilente que despedía, leí lo que con letra errática decía.
Y lo que allí ponía no era otra cosa que: “¡Cua!” y, más abajo, “¡cua!”.
14
Me preguntaba qué enigmático jeroglífico era aquello escrito,
cuando, de repente, la luz en mi cocina se encendió y, sorpresivamente,
sin que tuviera idea de por qué, de repente, ocurrió lo mismo en el pasillo.
La lámpara y la televisión de mi comedor, como por magia, cobraron vida.
Mi estufa, hasta la fecha recubierta de pelusa, abandonada en mi habitación,
también se conectó, mientras de fondo se escuchaba: “¡Cua!”, y después, “¡cua!”.
15
También pasó con la lavadora, con la radio, el ordenata y el secador,
y con otros electrodomésticos que, pobre de mí, apenas yo ya utilizaba.
¡Tal que así era mi afán en aquellos días de evitar sobrecostes excesivos!
“Pero ¿qué pasa?”, grité, mientras yo todo, raudo e irritado, lo apagaba.
“¡Son las nueve, hora punta, y me van a cobrar una pasada de factura!”.
En aquella conmoción, en alguna habitación, un “¡cua!” y otro “¡cua!”.
16
Así, al escuchar que mi microondas se encendía, regresé a mi cocina.
Y allí vi al pato que con el pico dándole estaba a la puñetera ruedecilla.
¡Malsano era su objetivo de ajustarlo, el desgraciado, a la máxima potencia!
“¡Pato cabrón, ¿qué haces?! ¿Acaso arruinarme tu malévolo propósito es?”.
Mas el pato me ignoró y cruzó bajo la silla… ¡para encender el lavavajillas!
Mientras, descarado, como riéndose de mí, hacía “¡cua!” y, después, “¡cua!”.
17
Ante aquella tortura perdí la razón y, preso de mi locura,
hacia el pato me fui totalmente desquiciado; y al ir a darle un puñetazo,
apuntando a su infame pico, con el propósito fatal de reventarlo vivo,
el pato me esquivó, resbalé y me pegué en la sien con el borde de la mesa.
A lo que el pato, al ver cómo me desplomaba, hizo “¡cua!” y, después, “¡cua!”.
18
De esta forma, en el suelo quedé tendido, muerto, sangrando por la chola,
con una fría pizza y un tinto vaso de vino malo cagado en la mesa,
como prueba de mi absoluta nimiedad en la rueda del dañino capital
y mi impotencia radical en luchar contra la globalización del sistema.
Así, el pato picoteó y defecó sobre mi reciente fase de cadáver, la ventana abrió
y voló, voló despidiéndose con un “¡cua!” y un último e infausto “¡cua!”.
2º relato ganador del concurso de relatos y piezas humorísticas de Halloween organizado por La Llama School.