Es una verdad universalmente reconocida que los introvertidos e introspectivos prefieren que no les den la turra. Al estar cómodos en su mundo interior, huyen de la charla social o de que les taladren la puta cabeza, que es otra forma de decirlo.
Una mañana, Paula Saura se levantó convertida en una enorme antisocial, y se dijo a sí misma que lo de haber intentado ser una buena persona, y escuchar con empatía y de forma activa ya no podría ser más, porque ya no tenía tiempo. Porque había dejado atrás el lado bueno de los cuarenta, como dicen, y veía acercarse el arrabal de senectud.
Era el mejor de los tiempos para determinar evitar a los miembros del clan de la turra inmisericorde. Era el peor de los tiempos para llevar a cabo evitar a los miembros de dicho clan, simplemente porque estaban por todas partes.
Siendo el apellido de nuestra heroína Saura, y su nombre de pila Paula, su lengua infantil no pudo más que unir las dos palabras en un sucinto “Paura”, y así se la conoce desde entonces. Paura salió dispuesta a no aguantar ni una sola taladrada unilateral más.
De su rellano al portal logró esquivar al vecino de los perritos, Wenceslao, que gustaba de aprovechar cualquier tropelía de algún inquilino para quejarse durante minutos, sin dejar que ella introdujera más que “es verdad”, “vaya tela”. De fondo, los ladridos de sus perros Jane y Austen, que competían en tratar de perforar tímpanos ajenos.
Pasado ese peligro, su destino era el gimnasio, del cual la separaban siete minutos andando. Por esa ruta, un único frente a evitar: la frutera, que solía apurar los Ducados en la puerta del establecimiento, a la espera de un transeúnte conocido. Hubo suerte: estaba descargando el camión y sólo pudo dirigir a Paura un grito de ¡¡Buenos días!! que le heló la sangre.
Inspirando profundamente, Paura se decidió a entrar al centro deportivo, su mayor desafío. Al llegar al vestuario, allí estaba su némesis. Juani, jubilada de setenta y cinco años y forma física envidiable, la miró igual que el bicho de Depredador. La escaneó con su cámara infrarroja y detectó: presa a escasos metros.
Diez minutos más tarde, Paura pugnaba por sobrevivir. Las manos que cargaban la mochila, la chaqueta y el móvil iban perdiendo color. Juani la acorralaba contra la pared, al ritmo de “Ayer nos llevaron de excursión, no sabes qué maravilla, cómo nos trataron, y una comida buenísima, con postre y copa , yo tomé el de melocotón que no me sienta mal, pero al final estaba piripi y luego nos vino a visitar el alcalde…”
Nuestra heroína flaqueó. Ya no intentaba buscar ese hueco que le permitiera escapar, porque había abandonado toda esperanza. La gente entraba y salía mirándola de reojo con una mezcla de compasión y alivio, salvándose ellos, como en cualquier guerra.
De repente, Juani/Depredador vislumbró a una persona que conocía y se fue hacia ella. Paura no lo podía creer. ¡Salvada! Huyó a toda prisa, eufórica por esa nueva oportunidad, y se dirigió a la sala de fitness.
Muchos años después, frente al espejo del baño, habría de recordar ese remoto momento en que se creyó libre. Se instalaba en la elíptica, poniéndose los auriculares para escuchar su podcast favorito, Explicado hasta la saciedad pierde, cuando escuchó un ¡Holaaa! entusiasta. Su alegría se tornó en horror: Marisa la tendría ahí cautiva media hora como mínimo. Sabía cuál era su cruel destino: escuchar los pormenores de las idas y venidas sentimentales de Marisa con su amante, en círculos eternos.
No le tengáis lástima, pero sí compasión. Su recuerdo se perderá, como lágrimas en la lluvia.