Lo mismo que tienes de guapo, lo tienes de malo. Es una frase que me ha acompañado toda la vida y, la verdad, quien me lo decía llevaba toda la razón. Aunque creo que soy más guapo que malo. Nunca me he autoproclamado presidente desoyendo el mandato de las urnas. Ni he promovido un genocidio. La vez que más lejos he llegado fue en aquel robo de un Bankia en el que disparé al techo de la sucursal. Pero fui responsable. Cuando apreté el gatillo, vi que la situación se estaba descontrolando y me quité el pasamontañas. El guardia de seguridad que me estaba apuntando con su pistola, al contemplar mi rostro, bajó el arma desechando la idea de abrir fuego contra mí, el ser más celestial que sus ojos hayan visto nunca. Todo se calmó, pero ya era tarde. Los empleados del banco se disculparon por haber iniciado el protocolo antirrobo. El personal de la ventanilla me abrió la puerta para que pudiera huir. Yo salí corriendo con las energías extra que me dieron los vítores y aplausos de los clientes del banco. Pero, como he dicho antes, ya era demasiado tarde.
Fue una carrera de película, pero soy humano y después de media hora de persecución estaba cansado y una moto de policía me cerró el paso mientras cruzaba un puente. Pensé en saltar al vacío, pero me di cuenta de que la belleza te puede abrir muchas puertas, pero no actúa como paracaídas. Me rendí. Sabía lo que tenía que hacer. Aunque creo que era el único, allí nadie decía nada. Por iniciativa propia levanté los brazos ante la pasividad de las fuerzas del orden. Me di cuenta de que su mutismo se debía a que mis ropas se habían hecho jirones durante mi huida y se intuía mi torso. Eso lo explicaba todo, la definición y tersura de mis pectorales causa fascinación. También tuve que leerme yo mismo mis derechos pues los sollozos lastimeros de los policías que me esposaban les impedían articular palabra. Solo podían asentir, corroborando que lo que yo recitaba se correspondía con lo expuesto en la ley de enjuiciamiento criminal.
A la espera de juicio, estuve en prisión preventiva. Me trasladaron a un pequeño centro penitenciario que hay en la isla de Formentera donde solo hay gente guapa. Me explicaron que tenerme en una prisión común era peligroso. Sobre todo para mi compañero de celda. La envidia y gente de moral relajada con destreza para hacer cuchillos con cepillos de dientes no son una buena combinación. Incluso, sin llegar a esa violencia, los presos más antiguos llevan mucho tiempo tratando solamente con lo más oscuro de la sociedad. Ver un ángel como yo podría sumirlos en una profunda locura y hay escasez de recursos destinados a la salud mental.
Un día, los funcionarios de la prisión de Formentera me pidieron que me pusiera un uniforme de policía y me hicieron un reportaje fotográfico. Yo accedí encantado porque me estaban tratando bastante bien y porque me encanta ver lo guapo que salgo en las fotos. Después me enteré que las fotos las distribuyeron por varios centros penitenciarios del Levante en los que se sospechaba que iba a haber fugas. Les hicieron pensar que yo era el nuevo carcelero. Inmediatamente intentaron la fuga, pero lo hicieron de día, cuando más guardias había y haciendo mucho ruido. Incluso alguno no paraba de gritar “me estoy fugando”. Así, con un intento de fuga frustrado en su historial, se aseguraban de cumplir íntegramente su condena y que su buen comportamiento no fuera un lastre para pasar los máximos años allí. A la sombra, pero a mi lado.
Siempre me preguntaron por qué no era modelo o incluso actor sin talento. Pero a mí me gusta la delincuencia. Es vocación. Y no es que venga de una familia de mangantes. Es cierto que recuerdo las viejas películas con ladrones con medias en la cabeza para que no nos reconocieran y era liberador. Esa gente sin rostro solo se valía de su destreza física y su palabra. Mi belleza abrumadora hace que el vivir sea en general más fácil. Demasiado fácil. Mis primeros atracos en el barrio donde vivía con mis padres podrían ser considerados donaciones. No había resistencia. Iba a cara descubierta y había gente que salía por la noche buscando sufrir mis delitos. Se metían billetes en la boca, o tenían una segunda cartera cerca de los genitales solo para hacerme buscar mi botín allí y sentir el roce de mis manos en esas zonas erógenas. Incluso se rumoreó que un señor empezó a llevar el Rolex en el pene; pero cuando escuché esto, me fui del barrio. Necesitaba retos.
Me siento muy incómodo con la generosidad de la gente. Cuando me ofrecen pasar primero por una puerta, yo declino la oferta. Porque odio la amabilidad y también porque sé que solo es para mirarme la parte posterior de mi cuerpo. Sin embargo, cuando la otra persona va a avanzar, yo entro atropelladamente, me choco con su hombro y demuestro mi maldad. Aunque desde que se puso de moda 50 sombras de Grey ya ni la rudeza se libra de ser sexual. Incluso he rechazado propuestas para librarme de la cárcel. Sin ir más lejos, en el atraco al Bankia una clienta se ofreció a escoltarme hasta su habitación del pánico para cuidarme hasta que el delito hubiera prescrito. Ella se ocuparía de mí. Todo lo suyo sería mío. ¡Qué horror! Una vida en la que no puedo robar nada porque todo me pertenece.
Sin embargo, los problemas con mi insultante belleza no han sido solamente la falta de motivación y el aburrimiento por una vida fácil. Normalmente el aparato judicial español es democrático en los temas relacionados con la belleza. Policías, jueces, fiscales siempre han favorecido mi libertad y mi felicidad, supongo que para que no se me marchitara mi reluciente y atractiva sonrisa. Pero hay excepciones en las que doy con personas posesivas. El juicio se complicó cuando salieron a la luz antecedentes de terrorismo. Sé que tener hasta bonitos los codos podría considerarse un atentado, pero no pertenezco a ninguna banda armada. Fue una acusación falsa. Un día, al ver mi ficha policial, se enamoraron fuertemente de mí y decretaron una orden de captura de la interpol. Era la forma más fácil de estar en comisaría mirando mi cara todo el día. Me pusieron en los pósters de los criminales más peligrosos. Algún bar tuvo que cerrar porque durante los días que estuve allí los policías tiraban mucho más de máquina de café que de desayuno en barra.
Fue fácil demostrar que las acusaciones de terrorismo eran falsas, la funcionaria que dio la orden de captura tenía una foto de mí en su cartera y la habitación donde dormía estaba empapelada con carteles de “se busca” donde salía yo. El resto de los cargos del atraco se diluyeron, pues no hubo manera de que los testigos fueran convincentes cuando relataban los hechos. Su voz era de nostalgia cálida y cada vez que me miraban sonreían con los ojos vidriosos.
Salí absuelto y me he esforzado en encontrar un modo de vida que me ligara a mi pasado de delincuente pero en el que no me aproveche de mi físico. Después de algunos intentos fallidos, he encontrado un lugar donde estoy a gusto. Ahora soy autónomo. Me dedico a rellenar almohadas. Así sigo desplumando, aunque solo sea mi taller al acabar la jornada.