Me apoyé en la barra y pedí un whisky.
—¿Alguna marca?
—Ese del Lidl que dicen que es tan bueno.
Me lo bebí de un trago. Pero porque había muy poco. Hacía tiempo que no bebía, quizás varios años. Me acordé de mi amigo John Stuart Worthington, agente de bolsa en Wall Street, cuya compañía me vendría bien para esa noche en la que necesitaba olvidar. Le llamé.
—Hola, John. Soy Jon. Necesito tu magia.
—¿Dónde estás?
—Bar Mundial. En Aribau.
—Lo conozco.
Le esperé tomando otro whisky.
—Está muy bien. Se nota que es escocés, sabe a gaita —le comenté al camarero.
—Le han dado un premio y todo.
John me dio un abrazo al verme y me invitó a seguirle al baño, la habitación de las drogas. Una vez dentro, se sacó un tupper del bolsillo.
—Es un arroz con rebozuelos, pero los rebozuelos son alucinógenos.
Nos lo comimos con unos tenedores de plástico y una botella de vino blanco que, siempre previsor, John traía de casa.
—Buenísimo, el arroz.
—Se me ha pasado un poco.
—Qué va, qué va.
Noté el efecto de las setas nada más salir del baño. De repente, era casi daltónico: confundía el color rojo con un señor de Cuenca. A mi lado, un perro iba enumerando sus episodios favoritos de Los Simpson.
—Vamos a otro lado, he quedado con unos amigos.
Seguí a Jon y nos metimos los tres en un taxi.
—¿Tú ves al perro?
—Hacía mucho que no tomabas nada, ¿eh?
—El del seguro dental, el de Grimes, el del barón de la birra…
Sus amigos eran tres agentes de Wall Street vestidos con trajes de El Corte Inglés, pero de los caros. Uno de sus amigos era una mujer, porque las mujeres también pueden ser agentes de Wall Street, otro era negro —su mejor amigo negro, de hecho— y el tercero era nazi porque, al fin y al cabo, hablamos de Wall Street.
Nos metimos todos en el baño y esnifamos heroína.
Sabía que aquel era un sentimiento falso y sintético, pero nunca me había sentido mejor en mi vida. Estaba tan seguro de mí mismo que saqué el móvil e invertí tres millones de dólares en Google.
Solo dos minutos más tarde, esas acciones valían tres millones y siete dólares.
Fuimos a otro bar. John me llevó de nuevo al baño y sacó unas jeringuillas. Sabía que eso era demasiado, pero no estaba en condiciones de decir que no. Me bajó los pantalones, me pasó un algodón empapado en alcohol por la nalga y me clavó la aguja. Yo le devolví el favor.
—Buf, la marihuana en sangre se nota.
Al salir del baño estaba flotando. Literalmente.
—Tío, baja de ahí que nos van a echar del bar.
—El del profesor sustituto, el de su hermano millonario, la parodia de El cabo del miedo…
Volví a seguir a John al baño.
—No, no… Solo tengo que mear.
Pero sus amigos me invitaron a un brownie de éxtasis.
—Buf, es que las nueces me sientan mal.
Me lo comí igualmente. Al día siguiente tendría el estómago revuelto por culpa de los frutos secos. ¿Era alguna alergia suave? Probablemente, igual debería hacerme una prueba.
Estaba muy colocado. Tenía en la mano un porro de ácido acetilsalicílico que no recordaba haber encendido. Mi inversión en Google había subido once dólares más. Todo me daba vueltas y el perro había pasado a contarme por qué las últimas temporadas de Los Simpson no eran tan malas.
Y allí en la barra vi a mi exmujer, Dorothy Barker-Parker, con un jersey de color señor de Cuenca.
La saludé.
—Jon… ¿Estás colocado?
—No…
—¿Y por qué hay un perro a tu lado hablando de Los Simpson?
—Lo siento.
—Deja que te invite a una copa. ¿Sigues bebiendo whisky?
—Ya sabes que soy un coines… un cuanesor… un neceser… Un sibarita de los whiskies.
—Camarero, póngale uno del Aldi. Doble. Sí, ese que ganó un premio. Jon, no puedes drogarte, sabes que luego tienes resaca durante dos o tres horas. ¿Qué has tomado?
—Lo último han sido unas gotas de ketamina en los oídos. Creo.
—¡Eso da sida!
—No te preocupes, llevo un condón.
—Pero ahora eres… Un adicto.
—Lo sé, lo sé… Necesitaba esta noche, Dorothy Barker-Parker.
—Es verdad que hay un bajón clarísimo, pero la serie remonta a partir de las temporadas 22 y 23.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me han robado el microchip.
—¿Ese microchip en el que llevabas trabajando toda tu vida?
—El que empecé a diseñar de niño. Ese tan pequeño.
—¿Cómo ha sido?
—No lo tengo claro, pero creo que varios agentes del Opus Dei, en colaboración con los rusos y los yihadistas, entraron en casa y lo encontraron. Soy idiota, lo tenía escondido en una caja, pero para no olvidarme de qué caja era le puse un postit encima con la palabra “macrochop”. Pensaba que así les despistaría.
—Tienes que recuperarlo, podrían destruir el mundo con tu microchip.
—Lo sé, lo sé…
—Y en lugar de eso estás drogándote. Un momento, ¿eso es cafeína?
Escondí la taza detrás de la espalda.
—Ven conmigo.
Dorothy Barker-Parker me llevó al sótano de una iglesia luterana cerca de la estación de Sants.
—Mi padre venía aquí…
—Alcohólicos Anónimos… Pero son las cuatro de la mañana.
—Siempre hay una reunión —sonrió y me llevó adentro. Noté que el perro me mordía el bajo de los pantalones y tiraba de mí hacia la calle, pero con ayuda de Dorothy Barker-Parker sentía que era capaz de cualquier cosa, incluso de entrar en un sitio.
Nos sentamos mientras iba llegando gente. Comían donuts y tomaban café (descafeinado). Un señor contó que había vendido todo su dinero para poder comprar más dosis de opio, una mujer explicó que el día anterior había recaído en el rooibos, lo que fue recibido con expresiones de ánimo y de apoyo, y un niño confesó cómo había superado su adicción a la metanfetamina concentrándose en los deberes.
El pastor que dirigía la sesión, Martin Luther Prince, se dirigió a mí con su voz de señor mayor que habla lento porque lo sabe todo.
—Veo que tenemos un nuevo invitado.
Me levanté sin soltar la mano de Dorothy Barker-Parker.
—Buenas noches… Buenos días ya, Jejeje…
Todos rieron a carcajadas.
—Me llamo Jon… Es abreviatura de Jonathan Kevin Magnussen Junior III.
—¡El genio de la informática! —Dijo el niño.
—Aquí no soy ningún genio. Soy… Lo voy a decir… Soy drogadicto —oí a varios compañeros que decían “ya está curado, qué valiente”, pero seguí adelante—. Y te tengo que confesar una cosa, Dorothy Barker-Parker… No llevaba condón mientras me ponía la ketamina. Creo… Creo que tengo el sida. Pero aprovecharé los seis meses de vida que me quedan para recuperar el microchip y salvar el planeta.
Todos aplaudieron y me abrazaron. Era, o eso decían, el mejor drogadicto que había pasado por Alcohólicos Anónimos. Me invitaron a donuts y me dieron un pin que decía que llevaba 25 años sobrio.
Pero el perro me miraba. Sabía que ese perro seguiría siempre conmigo, recordándome la noche en la que me drogué. La noche de la drogaína.
Lo del señor que vendió todo su dinero es realmente perturbador, si es que se comienza con las pipas tijuana y se acaba así al final
Ketamina en el oído, qué gran idea!