La pastilla de Lorazepam debajo de la lengua empezaba a deshacerse y de repente las ideas afloraban con toda la lucidez que le faltaba a sus mañanas.
¿Debería levantarme y escribirlas? Demasiado tarde, músculos entumecidos, cerebro abotargado. Bah, qué más da, seguro que mañana recuerdo esta idea tan genial.
Y el filósofo se levantaba, se duchaba, más o menos se arreglaba, porque todo el mundo sabe que un pensador que se precie no pierde tiempo en menesteres inservibles, tomaba su café despacio, mirando al infinito y trataba de recordar.
En el camino a la facultad ponía la radio y pensaba, sabía que algo se le estaba escapando. Llegaba a clase y sentaba cátedra, cómo no…sigamos un siglo más defendiendo que no existe una verdad universal, pero, queridos alumnos, no dudéis que la mía, sí que lo es.
Luego le tocaba tutoría, maldita mala suerte la suya, nunca elegía bien a sus acólitos.
Ante él sentada una alumna inquieta, ansiosa por aprender. Demasiado anarquista, romperá nuestro sistema. Tan libre, tan bello e incorruptible. Deberíamos deshacernos de ella, de un golpe rápido, será prácticamente indoloro, como arrancar una tirita. Ahora propone cambios y eso sí que no podemos permitirlo, la filosofía es patrimonio de todos y para eso, nada mejor que mantenerla encerrada entre los muros de la academia.
Y el filósofo pensaba y seguía piensa que te piensa, al fin y al cabo para eso le pagaban. Sin darse cuenta que ella esperaba enfrente, en silencio e intimidada por la presencia de ese pensador que tal vez justo en ese preciso y precioso instante, encontraba las respuestas a todas las incógnitas desde que el mundo es mundo.
Mejor no atosigarle, aunque el tiempo corría y ella ya no sabía dónde mirar así que hacía como que escribía.
—Bueno, cuéntame en qué estás trabajando ¿o vas a quedarte todo el día callada?
—Ah no sé, profesor. Al verlo tan absorto, creí que pensaba y no quise molestarlo.