No sabes cuánto amas una cosa hasta que la pierdes. Te acostumbras a su presencia, y dejas de valorarla. Crees que siempre estará ahí, o que encontrarás a otra igual.
Yo cometí ese fatal error. Cada día la veía ahí, me sentaba en ella y tras la operación cotidiana, le daba al botoncito y seguía a lo mío. Así millones de veces, sin fallar prácticamente jamás.
Pero, ay, un buen día me hallaba yo al otro lado del océano, en un territorio donde se habla mi mismo idioma. Pese a las diferencias culturales, la lengua común me hacía pensar que todo era parecido a lo familiar.
Nada más lejos de la verdad. En cuanto me senté en el conocido lugar y, acabada la operación más pesada que ahí se realiza, procedí a higienizar mi ano con la ayuda de la mano y un fragmento de papel, esta última se … ¡mojó! De agua con mierda, por decirlo así.
¿A qué se debía esa infernal situación? Ese receptáculo, esa taza, no era como la mía ni todas las otras de mi país. Su defectuoso diseño, obra del maligno mismo, hace que el agua esté a ras de culo.
Creí que las sorpresas desagradables habían terminado pero, infeliz de mí, faltaba lo peor.
Tras limpiarme con repulsión, apreté el botoncito o, en este caso, “jalé” (así lo dirían en este lugar) la palanquita. Entonces, los infiernos se abrieron, es decir, el agua y su indecoroso contenido subieron hasta casi desbordar el continente. Mis ojos se abrieron horrorizados y sofoqué un grito (eran horas de dormir y había otros habitantes de la casa justo al lado).
¿Iba a tener que pisotear un suelo encharcado de agua fecal y bien formados zurullos? La taza se reía de mí mientras dejaba que el agua llegara al borde del desastre.
Esa noche algunas canas más poblaron mi cabellera. Conocí el sufrimiento mientras suplicaba que el agua se detuviera. No desbordó el wáter, pero se formó un atasco que impedía que la carga (o descarga) se esfumara, por mucho que jalara de la palanquita.
El alba trajo un desatascador y mucha vergüenza. No estaba yo acostumbrada a convivir con la visión de mis archivos descargados, por ser metafórica, durante tantas horas y luego ante otra persona.
¿Sería ese wáter el defectuoso?, me pregunté.
Pero no, mis visitas a sanitarios varios del país me hicieron darme cuenta de que todos eran así. Aprendí trucos para convivir con esa realidad. Pero siempre lo hacía sintiendo gratitud hacia mi querida y bien diseñada taza del wáter hogareña. Y echándola de menos. Mucho.


